Vuelve a vivir como tus abuelos: «Deberíamos recuperar la costumbre de una siesta de media hora»
VIDA SALUDABLE

El estilo de vida moderno perjudica varios aspectos de la salud, por eso seis expertos nos aconsejan seguir algunos hábitos de nuestros antepasados como movernos más e interactuar cara a cara
29 jun 2025 . Actualizado a las 14:18 h.Dietas cargadas de galletas, refrescos y embutidos, poco movimiento, estrés crónico, menos horas al aire libre y un día eterno a la luz de las pantallas, que permanecen encendidas las 24 horas. El panorama de la sociedad moderna, pese a los avances tecnológicos y médicos que posibilitan una esperanza de vida superior a la que nuestros antepasados podían siquiera imaginar, no es el más propicio para nuestro bienestar. Volver la mirada hacia atrás puede ser una mejor decisión para cuidar nuestro cuerpo y nuestra mente.
Cada vez más estudios coinciden en que muchas de las prácticas cotidianas de nuestros abuelos, desde la forma de comer hasta el ritmo de vida, eran, sin proponérselo, aliadas de la salud física y emocional. Dormir más y mejor, comer comida real, moverse todos los días, aún sin ir al gimnasio, cultivar vínculos cercanos y desconectar del reloj digital. Seis expertos nos indican cuáles de esos hábitos «de toda la vida» podrían ser justo lo que necesitamos para sentirnos mejor.
El impacto de lo que comemos
Los abuelos y generaciones pasadas pueden hacer de ejemplo de muchas costumbres. Una de ellas, la alimentación. Las dietas tradicionales de España, como son la mediterránea y la atlántica, se han ido perdiendo progresivamente a medida que la sociedad se modernizaba. Con ellas, no solo se ha reducido el consumo de algunos alimentos, como el pescado, sino que se han quedado atrás formas de comer y maneras de cocinar. Paloma Quintana, nutricionista y tecnóloga de los alimentos, lo sabe por experiencia profesional. Vivió en el pueblo, con su abuela y tías abuelas, hasta los 16 años, y luego pudo seguir yendo en verano y vacaciones.
En la actualidad, desde su consulta, observa cómo el patrón dietético ha ido cambiando. «Lo que yo veía en ellos es que tenían una alimentación muy ligada a la temporada. Es decir, cuando se hacía matanza en el pueblo, teníamos más producto animal. Pero en el verano, cuando había más vegetales del huerto y mucha fruta, tomábamos más tomates, pimientos o higos», explica la experta. Tampoco se buscaba tanta variedad. Quintana recuerda cómo la dieta se basaba en productos cárnicos, cuando los había, verduras y frutas del huerto, lácteos, «sobre todo queso y algo de leche entera», y huevos, porque en sus casas también había gallinas. «En la consulta, percibo que los pacientes buscan comer algo diferente cada día. La industria nos ha hecho creer que es necesario ir variando todo el tiempo», precisa. Antaño, no se estaba pendiente de grandes florituras, «sino de comer materias primeras de temporada». Un hábito que se debería recuperar.
Tampoco había miedo a las grasas y los hidratos de carbono procedían, en su mayoría, del pan de calidad que se compraba en la panadería del pueblo. «No tomaba un queso light o sin grasa, ellas comían del queso que había. Y en lugar de tomarse unas galletitas o unos cereales, solo se compraban todos los días su trozo de pan», comenta.
El azúcar estaba mucho menos presente, «porque los dulces también se ligaban bastante a las fiestas», y los ultraprocesados no estaban ni cerca de llegar. La despensa estaba llena de frutas, verduras, queso, jamón o legumbres. Y poco más.
La vida del pueblo también era más activa. La actividad física salía casi de forma natural, aunque no se dedicasen específicamente a una actividad del sector primario. «Recuerdo que decían que salían a tomar el aire, a que les diese un poco de sol. Una vez terminaban sus tareas, tampoco les quedaba mucho más que hacer en casa», dice Quintana. El movimiento era, en resumen, más intuitivo. Un rato en el huerto, otro yendo a la tienda de ultramarinos y un paseo cuando, en verano, refrescaba por la noche.
Ejercicio sin moda y ligado a las tareas diarias
Diego Vilas, gerente del Colef de Galicia, destaca la premisa de que el cuerpo está hecho para moverse: «Os nosos avós levaban estilos de vida activos sen saber de modas, como camiñar, facer tarefas agrícolas e gandeiras ou de cociña, xardinar. Todos iso supoñía unha combinación natural de exercicio cardiovascular e forza funcional», explica el especialista en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte. En el siglo XX, la gente realizaban un ejercicio cardiovascular a diario. Vilas detalla que comunidades como los Amish —grupo etnorreligioso anabaptista, conocido por su estilo de vida tradicional— «realizan un gran volume de actividade física diaria e mostraron taxas moito máis baixas de obesidade, diabetes e enfermidades cardíacas».
Moverse también engloba limpiar o trabajar. Antaño, este tipo de tareas requerían un mayor esfuerzo porque mucha de la tecnología de la que hoy se dispone —una aspiradora, sin ir más lejos— no estaba disponible. Además, algunas de ellas, como salir a dar un paseo o trabajar en el huerto se hacían al aire libre: «A natureza está fortemente vinculada ao benestar emocional e ao rendemento cognitivo. Estes hábitos poden contribuír a atrasar enfermidades crónicas e mellorar a calidade de vida a longo prazo», señala el gerente del Colef. Todo ello sin olvidar a los niños, que no tenían consolas, y el juego se desplaza a la calle, «con movemento espontáneo e actividade física cotiá». Por el contrario, hoy en día muchos niños pasan horas delante de las pantallas «o que leva a unha perda de movemento natural, menor interacción social real e maior risco de sedentarismo», lamenta el experto, quien considera que, en todas estas experiencias, hay una enseñanza: «Dos nosos avós e avoas debemos aprender que, para vivir saudables, necesitamos movemento, socialización e natureza». Con todo, en la actualidad, si alguien busca realizar ejercicio físico, se recomienda hacerlo acompañado por un educador físico deportivo colegiado para que el movimiento sea seguro y eficaz.
Perder el miedo a la naturaleza
Un consejo que puede sorprender es el de ensuciarse más. Desde luego, no es cuestión de caer en un charco de barro, sino de no tener miedo a que el niño juegue en el suelo —siempre y cuando sea posible—. Algo que ha cambiado radicalmente entre el presente y el pasado es la seguridad e higiene del entorno en el que viven los países occidentales. «En realidad, compararnos con nuestros abuelos es algo bastante conservador. Quizás, para esto, habría que irnos a cuando todavía éramos cazadores-recolectores», expone el doctor Óscar de la Calle, secretario general de la Sociedad Española de Inmunología (SEI). Desde este punto, fuimos pasando de encontrar el alimento a cultivarlo o criarlo.
La época de los abuelos es, en cambio, la que todavía se puede recordar y sirve para ver la evolución que sucedió en, apenas, cien años. En este corto espacio de tiempo, «se han producido cambios y de lo que estamos rodeados en la vida moderna se separa mucho de lo que es sano y lo que es conveniente», detalla el especialista en el sistema inmunitario.
Sin negar el avance de la medicina o de las medidas de higiene, como las vidas que han salvado los antibióticos, las vacunas o el agua potable, el experto reconoce que, a nivel individual, hay un cierto exceso de protección y falta de contacto con la naturaleza, lo que puede tener un impacto en el sistema inmune. «Este aprende y se modifica al entrar en contacto un agente que puede provocar una infección, o lo que sucede muchas veces, que el sistema inmune no reconozca ese agente y provoque una respuesta que la evite», señala.
El problema es que la vida urbana es lo menos natural que hay para un animal, como son los humanos, «sí sería recomendable ponernos en contacto con la naturaleza más a menudo, escoger alimentos que estén lo menos procesados posible o dejar que el niño vaya al parque y juegue en el suelo», indica el especialista, que también llama al sentido común.
Así como el sistema nervioso necesita estímulos para aprender, «si el inmune se aburre, porque no tiene nada con lo que entretenerse, se dedica a producir enfermedades autoinmunes», señala el doctor, de una forma resumida. Desde hace unos 50 años, las alergias y las patologías causadas por el propio sistema inmunológico están en aumento, y si bien influye que ahora se diagnostiquen mejor, un entorno poco exigente también tiene su impacto. «Lógicamente, las ciudades no son un espacio estéril, y tampoco lo es entorno y la forma de vida —la lactancia materna, por ejemplo, tiene un microbioma que se pasa al bebé—, pero tenemos que intentar que el sistema inmune de los niños madure de la forma más natural posible», concluye el doctor De la Calle.
Volver al cara a cara
En los últimos años, hemos ido desplazando las interacciones cara a cara e incluso las llamadas telefónicas por contactos digitales a través de redes sociales o aplicaciones de mensajería instantánea. Pese a la comodidad que ofrecen las tecnologías, este tipo de contactos no son tan beneficiosos para nuestra salud como el hablar presencialmente, cara a cara. «El contacto a través de redes sociales es claramente menos empático, porque tú no estás viendo el efecto de tus palabras en el otro. Por otro lado, el propio canal digital distorsiona nuestra percepción de la realidad», observa el psicólogo Antonio Rial Boubeta, profesor e investigador en el área de las Ciencias del Comportamiento de la Universidade de Santiago de Compostela (USC).
El predominio de la comunicación digital tiende a erosionar la autoestima de los individuos, un efecto especialmente acusado en las chicas jóvenes. «Las redes crean modelos de referencia donde el cómo yo me veo en relación con el mundo, cuánto me quiero y quién soy dependen del contenido que subo y de los comentarios que recibo. Para eso, tengo que publicar contenido con una frecuencia cada vez mayor y es una pescadilla que se muerde la cola», explica el investigador. Por esta razón, el experto sugiere volver a los espacios comunitarios presenciales de toda la vida: «el barrio, la aldea o la parroquia».
Descansar a oscuras
Para los expertos en sueño, no es ningún secreto que dormimos peor que nuestros abuelos e incluso peor que nuestros padres. «Antes, las personas solían trabajar y dormir siguiendo el ritmo del sol, con horarios regulares que favorecían el ritmo circadiano y la producción de melatonina», explica en este sentido la neurofisióloga clínica Beatriz Soria Soriano, del Complexo Hospitalario Universitario de Vigo (Chuvi).
A su vez, el retraso progresivo de la cena «ha impactado negativamente en la conciliación y la profundidad del sueño, al interferir con los procesos digestivos y hormonales previos al descanso», observa Valeria Frá Mosquera, también neurofisióloga del Chuvi. «Antiguamente, las rutinas nocturnas eran más simples y relajantes. Leer un libro, tener una charla pausada, tomar una bebida caliente, sin cafeína, todas ellas son costumbres que podríamos implementar hoy en día y mejorar mucho nuestro sueño», apunta Soria. Uno de los grandes problemas de nuestra era es la luz azul de pantallas a altas horas de la noche. «Hoy sabemos que inhiben la producción de melatonina», señala Frá.
Otra costumbre de toda la vida que las expertas recomiendan recuperar es la siesta breve. «Era habitual y beneficiosa, aunque hoy muchas veces es incompatible con los horarios laborales. Pueden ser muy útiles, siempre y cuando no superen los 30 minutos, evitando entrar en fases profundas de sueño», explica Soria. El mejor momento es a primera hora de la tarde.