![Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo (BCE)](https://img.lavdg.com/sc/rSk1IggKsanVQuV-CKRKaoO0Jc4=/480x/2023/05/04/00121683226621868488669/Foto/efe_20230504_133110191.jpg)
La palabra que mejor resume la evolución de la economía internacional en los últimos meses es desinflación. Y todo indica que en el inmediato futuro (de no mediar alguna nueva sorpresa, como algún nuevo bloqueo de suministros de origen geopolítico) se acentuará esa tendencia, de forma que a finales de 2024 las tasas de inflación estarán ya muy cerca de los objetivos marcados por los bancos centrales, o incluso por debajo de estos.
De forma que la explosión de los precios habrá quedado en un episodio, más prolongado de lo que inicialmente se pensó, pero sin que se hayan cumplido algunas previsiones funestas de que tal fenómeno había venido para quedarse. Hay que recordar que esa perspectiva se hizo fuerte hace un par de años; entre quienes la esgrimían los argumentos más reiterados destacaban el desorden monetario de los años precedentes: la marcada heterodoxia de las políticas —manifestada en el famoso «haré cuanto sea necesario» de Mario Draghi— trajo consigo un aumento desmesurado de la liquidez, lo que ahora conducía inexorablemente a procesos inflacionarios duraderos y a gran escala. No parece, desde luego, que tal cosa haya ocurrido, lo que obliga a poner en cuarentena la solvencia de aquellos argumentos.
Hay otros dos anuncios o temores que van quedando desmentidos. El primero se refiere a un posible «retorno de los años setenta». Ya se sabe que la década de 1970 se caracterizó por la llegada de un nuevo tipo de crisis, que aunaba los dos grandes enemigos de la estabilidad macroeconómica, es decir, el paro masivo y la fuerte inflación. Hace unos pocos meses estaba muy extendido el temor a que el intento de escapar como fuera de las rocas de Escila (la inflación) nos llevaría a las no menos temibles de Caribdis (recesión y desempleo). En particular, el viraje radical de las políticas monetarias, con una subida histórica de los tipos de interés, constituía una amenaza de primer orden para la actividad económica y las posibilidades de crecimiento.
El alza de los tipos provocó, desde luego, un notable enfriamiento de la economía en todos los países. Pero no fue nada siquiera parecido a lo que se temía: solamente algunos países entraron en recesión, y esta fue siempre muy leve. De cara al 2024 la perspectiva general es de un crecimiento moderado, si bien repartido de un modo desigual: 1,5 % en Estados Unidos, 0,6 % en el Reino Unido y 1, 2 % en la eurozona, con todas las grandes economías ya en zona verde (aunque en algunos caso, como Alemania, de una forma exigua). Es decir, todo sugiere que la economía productiva se ha hecho más resiliente a los shocks de lo que era hace unos años, pues ha conseguido superar las grandes dificultades de los últimos años —una pandemia, dos guerras, inflación— sin grandes dramatismos. Y algo parecido ocurre con las finanzas. Los mercados de deuda, sobre todo, fueron sometidos a una dura prueba por la subida en vertical de los tipos, y si bien sufrieron considerablemente durante largos meses, parecen ya en gran medida recuperados, lo que muestra una fortaleza a la que nos estábamos acostumbrados; lo que constituye una estupenda —e inesperada— noticia.
En todo caso, de confirmarse la condición episódica de la inflación de los últimos años, cabe preguntarse cuál puede ser su legado. ¿Regresaremos en poco tiempo —en la segunda mitad de la década— a una situación en la que de nuevo los verdaderas amenazas giren, tal y como ocurría antes de la pandemia, en torno a la formación de tendencias deflacionistas? Y si eso ocurre, ¿volverán los bancos centrales a estar obsesionados por la inflación, aunque esta sea poco más que un espectro, como ocurrió tantas veces en el pasado? Interrogantes de gran trascendencia y, de momento, sin respuestas claras.