Vivimos un momento de abierta desglobalización, en el que se están dando la vuelta las tendencias acumuladas a lo largo del último medio siglo? No es posible afirmarlo de forma taxativa. Si nos atenemos a los datos, los flujos comerciales, aunque han abandonado la fuerte línea expansiva de las décadas precedentes, a partir del 2008 se movieron en zigzag, con intensas oscilaciones, pero manteniéndose en un rango de entre 41 y 48 % del PIB mundial. No cabe hablar, por tanto, de un retroceso generalizado del comercio, y por lo que respecta a las finanzas, la expansión se ha mantenido en gran medida.
Sin embargo, ese panorama podría cambiar a corto plazo, dado que en los nudos cruciales del comercio mundial se puede observar un aumento considerable de las restricciones de todo tipo, que se han triplicado desde el 2019. Es una situación que va a más, sobre todo en lo que tiene que ver con las relaciones entre los tres grandes bloques, Estados Unidos, China y la UE. Si las tensiones económicas vienen de lejos, el nuevo e inquietante panorama geopolítico está haciendo que los episodios de guerra comercial se multipliquen de una forma indisimulada. Con ello, los temores a una creciente fragmentación de la economía mundial se disparan.
La guerra de Ucrania o la tensión en torno a Taiwán están creando un trasfondo de gran desconfianza entre las potencias. El temor a una dependencia en materia económica de quien se ve, no como un competidor, sino como un adversario, casi un enemigo, está llevando rápidamente a la relocalización industrial en entornos próximos. A ello se añade que en Estados Unidos, y en mayor medida aún en la UE, ha surgido una enorme preocupación ante la evidencia de que la economía china ha tomado ventaja en algunos sectores clave; así ocurre con las energías renovables o el coche eléctrico: en este último caso, hasta un el 80 % del mercado parece estar ahora mismo bajo control de aquel país. Frente a esta realidad, los gobiernos están reaccionando con una cierta histeria, generando una verdadera escalada arancelaria; así, Bruselas acaba de subir los aranceles al coche eléctrico chino, discriminando por fabricantes (llegando, en el máximo, a un 38,1 %, a añadir al 10 % general). En el caso norteamericano, el alza ha sido desde el 25 al 100 %.
Esas son ya palabras mayores. Algo muy diferente de la búsqueda de soluciones por la vía del mercado que, al menos en términos retóricos, hasta hace poco predominaba. Y no es solo eso: en un plano diferente, y al margen de su valoración política, la requisa de los activos rusos en el exterior y su uso para financiar la guerra de Ucrania es una iniciativa muy disruptiva de los fundamentos del sistema monetario que funcionó durante décadas.
Sin caer en una idealización trivial de la idea de apertura comercial, no hay duda de que el avance de la fragmentación —que a veces llega al simple de cierre de mercados— puede traer consigo una carga difícil de digerir en términos de crecimiento económico y bienestar social; sobre todo, si a ello se llega mediante estrategias agresivas y en un entorno desordenado. Piense que ahora la cooperación transnacional se hace más necesaria que nunca en ámbitos como el medio ambiente o la salud pública, tal y como han puesto de manifiesto las diversas crisis de los últimos años. Por poner un simple, pero relevante, ejemplo: según un estudio reciente del FMI, una eventual fragmentación del acceso a minerales críticos para alcanzar los objetivos de la transición ecológica (como el cobre, el níquel o el cobalto) podría elevar los costes de esta. Y es que, definitivamente, el desorden geopolítico puede acarrear costes económicos de primera magnitud.