
Hace casi quince años, cuando la política de austeridad se extendió por Europa, resultaba bastante convincente usar una imagen para describirla: ante el descuadre importante de las cuentas públicas y otros desequilibrios macroeconómicos, Europa necesitaba una fina labor de cirugía; pero lo que entonces se puso en marcha fue una partida de leñadores sajando aquí y allá, llevándose por delante muchas cosas —todo un tejido económico y social— de gran valor. Con el paso de los años, se ha ido aceptando por amplio consenso que los costes de esa política fueron muy superiores a sus beneficios. No solamente por el innecesario dolor que causaron; también por el lastre que dejaron —la llamada histéresis— sobre las posibilidades de crecimiento en el largo plazo, al eliminar sin mayores miramientos numerosos planes de inversión y una gran diversidad de programas científicos, educativos e innovadores. La austeridad expansiva, principal argumento en que esa política se basaba, se había revelado como una pésima idea.
La gran sorpresa de estos meses es que la imagen de los leñadores se está quedando muy corta ante la nueva palabra de moda: motosierra. Ya no es un extraño y suicida experimento en el extremo austral, sino un proyecto general de política levantado en la principal economía del mundo. De llevarse de verdad a cabo, lo que aún está por ver, el daño autoinfligido por esa política puede ser enorme y probablemente no tardemos en comprobarlo. No estará de más recordar que la idea de austeridad expansiva fue defendida, equivocadamente, por algunos economistas de obra muy reconocida, como Alberto Alesina. En cambio, detrás del Gran Recorte que anuncia la oficina de Elon Musk, DOGE, no está detrás ningún economista de primer nivel, y mira que hay premios Nobel en las universidades norteamericanas. Porque una cosa es creer en las virtudes del mercado y otra muy diferente entender la economía solo como una plasmación de su supuesto «orden natural».
¿Autolesión? Puede llegar esta a través de múltiples caminos, pero ahora señalaré solo uno de gran importancia. Siguiendo con el debate de ideas, en los últimos años ha quedado demostrado, particularmente para el caso de Estados Unidos, que sin una fuerte presencia inversora del Estado no hubieran sido posibles varios pasos de la revolución tecnológica en las últimas décadas. El ahora llamado Estado emprendedor estaría detrás, como uno de sus vectores principales, de la dinámica innovadora y la creación de mercados en sectores clave, como las tecnologías digitales o energéticas, así como en la industria farmacéutica. Un ejemplo interesante nos lo proporciona… el propio Musk: sabemos desde hace tiempo que Tesla casi con seguridad no habría sobrevivido a su gran crisis del 2008 si no hubiera accedido a los programas de préstamos federales. Pero es que ahora nos hemos enterado gracias a una investigación del Washington Post de que «el imperio de negocios de Musk se construyó con 38.000 millones de dólares de subvenciones gubernamentales». No es difícil deducir que si el DOGE hubiera existido hace algunos lustros hoy no hablaríamos de SpaceX o Starlink.
Si «el principio de la motosierra» cancelara solo el derroche de fondos públicos, bien venido fuera. Se trata, sin embargo, de otra cosa: un criterio ideológico capaz de causar un estropicio importante en los fundamentos mismos de la economía. Y eso sin entrar en lo más grave: la ley de la selva, que no de otra cosa se trata, traería aparejada una ruptura profunda en las redes de confianza mutua, sin las cuales no hay economía que se mantenga vigorosa en el tiempo, poniéndose incluso en riesgo la supervivencia del contrato social. Y esas ya son palabras mayores.