Insatisfacción vital

| ARTURO MANEIRO |

OPINIÓN

17 feb 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

HABÍA una vez, en un país muy próximo, una adolescente llamada Lolita. Era una chiquilla difícil de satisfacer. Discutía con su madre por las más nimias cuestiones. Si no le compraba yogur desnatado podía producirse un drama. Si el pantalón no estaba planchado para salir con las amigas, había tragedia. No le gustaba ir a clase, no le satisfacía estudiar. Siempre quería algo distinto y cuando lo conseguía continuaba insatisfecha pidiendo otra cosas, deseando otra situación, otra familia, otra vida. Parecían cosas de la pubertad que curarían con los años. Pero Loli llegó a la mayoría de edad y seguía igual. No encontraba un chico plenamente satisfactorio. Si quedaba con uno, pronto deseaba otra cosa distinta, otro talante, otra manera de ser. Todos planteaban problemas, todos eran raros, machistas, imperfectos, egoístas. Dejó los estudios, aunque quería estudiar algo que no sabía qué. Comenzó a trabajar en las más diversas actividades. Cuando conseguía un empleo inmediatamente se sentía insatisfecha, no la entendían, querían que trabajara mucho y por poco dinero, no la valoraban. La sociedad era culpable, las instituciones eran culpables, multinacionales también. El mundo era un asco. Por fin encontró un buen mozo, y se casó con él. Se convirtió en ama de casa joven, mimada, pero le faltaba algo. Pensar en hijos era un incordio. Pronto apareció nuevamente la insatisfacción vital. Prefirió trabajar. No estaba tampoco contenta. Dejó el nuevo empleo y se dedicó a sus labores. Pero también así volvió la insatisfacción: las discusiones y los enfados no cesaban, los dramas estaban al orden del día por cuestiones intrascendentes. Se dedicó a recuperar tiempo de estudiante e inició una pequeña carrera. También aquí todo eran problemas, los profesores, las alumnas, los trabajos que le mandaban hacer, el ordenador, el marido, el casero. Todo resultaba frustrante, problemático, nada era satisfactorio. Y sucedió lo previsto: ruptura. Adiós al marido. Nueva tragedia: trámites judiciales, enfados, desacuerdos, indemnizaciones, falta de pago, reclamaciones. Problemas, problemas. El mundo era un asco y ella luchaba sola contra todo. Pero Loli seguía viviendo, siempre eran los demás quienes tenían la culpa. Volvió a trabajar, pero no desaparecía la insatisfacción. Conseguir algo solo servía para constatar una nueva frustración. Pero comprobó que sólo experimentaba cierta satisfacción cuando mantenía la lucha por lograr alguna meta difícil; algo que costase muchos años lograr o que no se lograse nunca; un objetivo que fuese capaz de justificar su actitud de desacuerdo permanente con todo lo que le rodeaba. Quizá la política podría ser la salida ideal a tanta energía negativa, a tanta falta de satisfacción por la vida misma. Pero también comprobó que en la actividad pública se consiguen objetivos. Por eso debía ser una política utópica y que necesitase gente molesta, batalladora, militante, insatisfecha. Por fin descubrió un mundo en el que podría encuadrarse bien, en la que podría mantener la tensión, mostrar el descontento consigo misma, con la vida y con los demás, de forma permanente. Loli se hizo nacionalista, conoció a un chico igual que ella, y ahí sigue.