
Después de seguir la sesión de control que se desarrolló ayer en el Congreso de los Diputados, y tras concluir que en España no debe haber ningún problema sanitario ni económico, he decidido escribir una serie sobre las lecciones colaterales de la pandemia, que inicio con esta breve reflexión sobre la muerte.
Mientras algunos científicos andan pregonando la posibilidad de remendar el cuerpo humano hasta rozar la vida eterna, o una enfermedad interminable, la muerte -que es el «no» de la vida- se coló, en forma de virus, en la más orgullosa civilización de todos los tiempos, con la misma facilidad y el mismo desconcierto con que se abatía sobre Roma y la Edad Media, sobre el Renacimiento, sobre el París decimonónico, o en medio de la Primera Guerra Mundial, o como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos.
En el año 2018 llegó a España, desde Estados Unidos, una plaga de predicadores científicos -porque científicos, como teólogos y músicos, los hay para todos los gustos- empeñados en convencernos de que el estúpido objetivo de «matar la muerte», expresión mediática y banal de la lucha contra el envejecimiento y la enfermedad, era una realidad en ciernes. Y todos pudimos ver como, en una sociedad que antes de banalizar la muerte ya había banalizado la vida, estos predicadores cobraron enormes sumas de euros por sus delirios, llenaron los auditorios de papanatas encandilados, y pusieron a mucha gente en el trance de decir -otra vez- que ya podemos explicar lo que somos y dónde acabamos sin más ayuda que la biología.
Por eso es sarcástico que el covid-19 pillase en la huerta, y sin ver las berzas, a los países más avanzados; que convirtiese nuestro orgullo en puro miedo, y que se pusiese a matar gente por la vieja, sin dejarnos más recurso que redactar empalagosas y frustrantes despedidas para tanta gente que murió sola, en muchos casos sin ser atendida, y con sus cadáveres arrumbados en aparcamientos subterráneos, a la espera del turno de enterramiento. Es decir, nos hemos enterado de que la medicina, en vez de dedicarse a «matar la muerte», aún tiene mucho camino que recorrer hasta conseguir que muramos cuando y como se debe, sin hacer insostenible el desarrollo de la humanidad, erradicando la discriminación sanitaria, y sin necesidad de proclamarnos poderosos dioses por delante, mientras un virus puñetero nos mata por detrás.
Si fuésemos cultos y sabios -en vez de pasarnos todos, con armas y bagajes, a la ciencia-, sabríamos que este virus nos puso en ridículo, y que, en el culmen del desconcierto, ni siquiera pudimos contar los muertos con más precisión de la que alcanzaban los romanos y ostrogodos. Y por eso lloramos mucho, sin saber por cuantos, porque sabemos cuántos soles y galaxias hay en el universo, con sus agujeros negros, pero no somos capaces de saber cuánta gente murió en Hellín o Tordesillas. Porque, mientras el progreso va por las nubes, la muerte aborda a la gente, con un estornudo, en las calles de su pueblo.