Las palomas mensajeras perdidas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

XOAN A. SOLER

04 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Entiendo a esas palomas mensajeras que se perdieron hace quince días en Portugal, cuando participaban en una carrera colombófila entre el Algarve y Oporto. Yo también me he perdido alguna vez en Portugal, sin duda por torpeza mía. En mi caso, no tenía ni siquiera la excusa de estas palomas, que, según se cree, vieron alterado su sentido de la orientación a causa de las tormentas que golpeaban la costa atlántica esos días. De las 10.000 palomas que tomaron la salida unas tres mil se perdieron por el camino. Alguna llegó hasta en la provincia de Segovia, pero la mayoría siguieron más allá de Oporto, hacia Galicia y Asturias, como si estuviesen reivindicando la ampliación del Eje Atlántico.

Desde entonces han ido apareciendo muchas de estas aves errantes, y yo les sigo la pista por la prensa y voy señalando en un mapa los avistamientos. Un policía local (que además es aficionado a la colombofilia, precisamente) encontró cinco en Vigo. En Moaña apareció otra, cerca de un bar, donde seguramente miraba a ver si podía tomarse algo para reponer fuerzas. En A Rúa un niño exhibía orgulloso otra en una fotografía de periódico. En Barreiros, en la costa de Lugo, otra más se dio un paseo por el cámping de Benquerencia, donde fue reconocida y rescatada. Otra se metió en el Bar Aira do Camiño, entre O Cebreiro y Sarria, como si se dispusiese a iniciar una peregrinación a Santiago. Y a otra la encontraron en actitud respetuosa en el interior del hermoso cementerio de San Amaro, en Coruña. La información no precisa si estaba frente al sepulcro de Pondal, el de Curros, el de Fernández Flórez o el de Murguía; así que yo me permito conjeturar que visitaría el túmulo de Conchita Picasso, la infortunada hermana del pintor de las palomas de la paz, que murió de difteria en la ciudad herculina y fue enterrada allí.

Puesto que la de paloma mensajera es una profesión hereditaria, fantaseo con que algunas de estas sean descendientes de aquella de la que se cuenta que llevó a Londres, desde el campo de batalla de Waterloo humeante, la noticia de la derrota de Napoleón. O de aquellas otras palomas que, en la Grecia antigua, llevaban a cada una de las ciudades griegas los nombres de los ganadores de las Olimpiadas. O de las que transportaban los mensajes de los faraones, escritos en demótico. O de aquellas por medio de las cuales un califa fatimí del norte de África, en el siglo X, se hacía mandar cerezas del Líbano, cada una de las aves cargando con una sola cereza. Pero estas palomas mensajeras portuguesas, claro está, no llevan mensajes. Ya no se utilizan para eso. Digamos que el mensaje son ellas mismas. Así que cada una de las tres mil extraviadas es como una llamada perdida, como un email que va a parar a la bandeja de «no deseados», solo que con un punto más trágico porque interviene el hambre y el halcón.

El caso es que van apareciendo algunas de las palomas perdidas, delatadas por sus patas anilladas, y, quizás por sugestión, yo las veo por todas partes, incluso en lugares a donde es muy improbable que hayan podido llegar. Me pareció descubrir una aquí en Madrid, en el Parque del Oeste. Me pareció atisbar otra en medio de uno de los torbellinos de alas que se forman frente al Museo del Prado. Viendo la televisión, me pareció que pasaba otra sobrevolando el estadio del partido Croacia-España, concretamente en el minuto 69. No sería. No puede ser. Pero a quien escudriña el cielo en busca de algo, cualquier paloma se le aparece con la majestuosidad con la que se le apareció aquella a Noé.