
La muerte de Francisco llegó a media mañana. Había escuchado la bendición Urbi et Orbi el domingo de Pascua. Leído su saluda con el católico converso JD Vance. Y su respuesta a las políticas migratorias de Trump en el mensaje pascual del papa.
Leo aún el libro de Javier Cercas, El loco de Dios en el fin del mundo, donde había llegado a la página 175. Suficiente para acercarme al mundo de la Iglesia y los creyentes. Un acercamiento que llevó a un mundo propio donde existía la revista jesuita Razón y Fe, la obra de Theilhard de Chardin y La Evolución, un asombroso libro en 1966, de la Biblioteca de Autores Cristianos. Luego vendría Ellacuría y sus compañeros asesinados. También saber de aquellas misiones en Asia, como la de Mateo Ricci, autor del primer mapamundi chino y del Libro de la Memoria, antesala de la computación. Misioneros que instalaban observatorios astronómicos para expandir su fe. Una misión continuada hoy por misioneros como el cardenal Marengo, empeñados en seguir «susurrando el Evangelio en el país del eterno cielo azul». Un mundo a donde nos había llegado en el 2024 la carta de Francisco sobre el papel de la literatura y la lectura en la formación, o la encíclica Laudato si, sobre el cuidado de la casa común y sus ecosistemas, hace diez años.
En una Iglesia «llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo geográficas, sino también las de la existencia, las del misterio del pecado, del sufrimiento, de la injusticia…», como proclamó Bergoglio en las congregaciones generales de 2013, antes de su cónclave.
Nadie duda del liderazgo del papa Francisco. Nadie duda tampoco de sus muchos enemigos, en el interior de la Iglesia Católica y entre los líderes y organizaciones conservadoras del mundo, que no se perderán ahora sus exequias. Aun así, llevó la reforma de la Iglesia hasta donde pudo y hasta donde los riesgos de un cisma le permitieron. Reformó la Curia para eliminar la corrupción y los abusos de poder, entre ellos los sexuales, una reforma necesaria por la situación sobrevenida. Una situación que Benedicto XVI fue incapaz de resolver y que su inteligencia generosa le llevó a la renuncia.
Enric Juliana sitúa a Francisco «acampado frente al palacio apostólico para subrayar la llegada de un tiempo nuevo». Un tiempo de una Iglesia pobre, periférica en donde las mujeres y los laicos, excluidos por el clericalismo dominante, tuvieran su papel evidente.
Por ello no sorprende «ver» al papa Francisco en Mongolia, una comunidad católica de apenas 1.500 personas, para dar a conocer la misión de la Iglesia más joven del mundo, nacida en 1992. Tampoco sorprende el nombramiento de un misionero italiano, Giorgio Marengo, como cardenal, el más joven de la Iglesia. Ni sorprende la existencia del padre Ernesto, otro misionero que explica, más allá de la geopolítica de Bergoglio con respecto a Rusia o China, el viaje a Ulan Bator. O aquellos otros a la República Democrática del Congo y Sudán del Sur, o Timor Oriental. Para susurrar el evangelio.