Entre las muchas formas que tiene el racismo hay una que es dar por hecho que eso que te tocaba hacer a ti le corresponde a un negro o a un emigrante. Como si llevaran escrito en su ADN la natural disposición a agacharse a recoger fruta, a subirse al árbol, a fregar el suelo de tu oficina, a picar en la obra o a limpiarte el culo cuando estás enfermo. El tuyo o el de tus padres. Es una instalada superestructura de gente blanca, rodeada de blancos, en la que los negros son siempre los de abajo. Cuesta mucho darle la vuelta a ese esquema fijo supremacista, pero hay mucha gente negra rica, sabia e influyente y mucho blanco ignorante, ruin y malicioso. Como los que ahora hostigan en Torre Pacheco —como un nuevo Ku Klux Klan— a los emigrantes que les limpian el culo a quienes no lo quieren hacer ni por asomo. Esos racistas, que se llaman españoles de bien, son los que no tienen cabida aquí, y a esos salvajes es a los que deberíamos de verdad echar de nuestro país por alimentar el odio y perseguir a la gente que viene a ganarse el jornal honradamente. Esa mafia (que no es democracia) es la que debería preocupar a los jueces y políticos que quieren construir un país fortalecido en los valores y en la tolerancia. No lo esperamos de la gente ni de los votantes de Vox, cómplices de esta jauría violenta, pero el PP tiene que hacérselo mirar porque está desequilibrado en esa delgada línea roja en que con la izquierda te estrecha la mano y con la derecha te da una cachetada. Decir que en Galicia no se pueden acoger a 317 (¡317!) menores migrantes —el año pasado fueron 26— y hacer política con los derechos humanos de aquellos niños que no tienen pan que echarse a la boca no es el camino. Nos da igual Sánchez. Déjenlos entrar.