Europa no compite

Santiago Calvo
Santiago Calvo DOCTOR EN ECONOMÍA

OPINIÓN

ZIGOR ALDAMA

22 sep 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Europa ya no compite, sobrevive. Durante décadas, Europa fue sinónimo de innovación, industria potente y capacidad exportadora. Hoy, en cambio, la industria automovilística pierde terreno frente a China, la balanza comercial con Estados Unidos y Asia se deteriora, y los presupuestos europeos se enredan entre prioridades políticas antes que en fortalecer la productividad. El contraste es evidente estos días en Madrid: mientras Washington y Pekín negocian cara a cara el futuro de sus economías, nosotros asistimos como espectadores de lujo, pero sin un papel protagonista.

El diagnóstico es evidente: la falta de competitividad no es fruto del azar, sino del exceso de intervención, regulación y burocracia. Mientras EE. UU. y Asia invierten en innovación y atraen capital, Europa multiplica leyes, directivas y trabas administrativas que encarecen la producción. El resultado es que se produce menos, se importa más y se discute interminablemente sobre cómo repartir una riqueza que ya no crece. España ilustra con claridad este estancamiento. El empleo industrial lleva décadas en retroceso, sustituido por actividades de menor valor añadido. Se habla de transición energética, digitalización o economía verde, pero se olvida lo esencial: sin industrias competitivas capaces de exportar y generar rentas, no hay Estado del bienestar sostenible. En el continente europeo, la política se concentra en repartir costes en lugar de incentivar la productividad.

La paradoja es cruel. En España tenemos talento, infraestructuras y acceso a financiación. Pero en lugar de aprovechar estas ventajas, el sistema político se enzarza en la polarización, en el clientelismo y en el reparto de fondos con criterios políticos más que productivos —véase la condonación de la deuda autonómica—. El intervencionismo europeo tampoco ayuda. La obsesión por legislar sobre cada detalle de la actividad económica no solo encarece los procesos, sino que ahuyenta la innovación. La protección mal entendida —ya sea en forma de PAC sobredimensionada, de normas energéticas inviables o de políticas industriales de escaparate— genera rigideces que impiden competir en un mundo globalizado donde los márgenes se deciden por la eficiencia y la agilidad.

Lo que hace falta no es más gasto público ni más regulación, sino menos trabas y más libertad para que empresas y trabajadores se adapten a un entorno cambiante. Mercados laborales flexibles, seguridad jurídica, reducción de cargas regulatorias y un marco fiscal competitivo son las bases para recuperar atractivo. Esa debería ser la agenda europea y española si de verdad se quiere garantizar empleo de calidad y bienestar a largo plazo.

Seguir confiando en que el intervencionismo nos salvará es un error de época. Europa no necesita más relato, sino más realismo. No se trata de inventar la pólvora: basta con devolver a los mercados la capacidad de generar riqueza y al Estado el papel de árbitro imparcial que garantice reglas claras y estables. De lo contrario, seguiremos contemplando cómo otros deciden el rumbo de la economía mundial, mientras aquí seguimos discutiendo sobre quién reparte lo que ya no se produce.