Hay leyendas. Van calando y terminan por creerse. Una de ellas dice que el genial autor de teatro francés, Molière, murió sobre el escenario. No fue exactamente así. Molière tuvo un ataque de tos con sangre de la tuberculosis que padecía mientras estaba representando una de sus obras. Paró y murió más tarde en su casa. La obra, la realidad siempre supera a la ficción, era El enfermo imaginario. En su caso, nada de imaginario. Era un enfermo muy enfermo que acabó en la tumba. Tampoco se llamaba Molière. Su nombre era Jean-Baptiste Poquelin. Pero el teatro estaba mal visto y, como él escribía y actuaba, para que su familia no se avergonzase, optó por pasar a a la historia como Molière. Otra leyenda dice que el nombre lo tomó de un novelista de la época al que admiraba y que hoy no recuerda nadie. Un tal François-Hugues de Molière, sieur d’Essertines. La historia es así de cruel. Nuestro autor teatral se sigue representando. El enfermo imaginario y El misántropo, por ejemplo, merecen el olimpo de las letras. Tenía una habilidad especial para reírse de determinados tipos humanos, exagerando sus rasgos. Hoy todos los que somos hipocondríacos nos reconocemos en una obra del siglo XVII, en lo que escribió un hombre que falleció con 51 años. Pero hay otra leyenda sobre Molière que también llegó hasta nuestros días. Para los actores españoles es ley. El amarillo trae mala suerte en escena. Es otro error. De la misma forma que Molière no falleció sobre las tablas, en España la gente del teatro odia el amarillo por una confusión. Dicen que Molière vestía de ese color el día de su última representación. No fue así. Se tradujo mal. Vestía de amaranto, que se asemeja más al morado. Por eso en otros países el color odiado por los intérpretes es el morado. En Inglaterra odiaban el azul, pero el motivo era lo caro que era en el pasado ese pigmento. En Italia no salen a escena de morado, pero no Molière. Es la iglesia la que está por medio de la fobia italiana. Los espectáculos teatrales estaban prohibidos en Cuaresma y en Semana Santa, donde salían los religiosos vestidos de morado. Por eso lo odian. No podían trabajar. No podían comer. Odiaron el morado. En España no se pueden usar el amarillo ni pronunciar la palabra suerte. Hay que decir mucha mierda para que todo vaya bien. En Inglaterra les da mal rollo que alguien diga nada menos que Macbeth. Todo en definitiva para intentar conjurar los nervios que sienta cualquiera que debe subirse a un escenario. Pero volvamos al mucha mierda español. Su origen está en el dinero. Cómo no. Los actores de la época miraban la entrada de los corrales de comedia y, si veían mucha estiércol, es que el local se había llenado con gente adinerada que acudía en carruaje a ver las obras. La montaña de mierda era pues el marcador del éxito en escena. De ahí que se desterrase la palabra lógica suerte y aún hoy se emplee el otro término mucho más oloroso. Es curioso también que las gentes del teatro durante siglos fuesen gentes del mal vivir. Y que hoy en día parecen apóstoles. Las actrices y actores famosos opinan de todo y parecen genios que arreglan guerras y dictan políticas a seguir, como si por saber actuar fuesen sabios, capaces de arreglar el mundo.