Conocí la historia de Nico, el niño ourensano con un neuroblastoma cuya familia quiere impulsar la investigación del cáncer infantil, en las páginas de este periódico. Un reportaje que me ató un nudo en el estómago dio difusión a la lucha que emprendía su madre después de uno de los peores tragos que puede obligar a dar la vida: un diagnóstico de cáncer para tu hijo. Desde entonces han seguido trabajando pensando en la investigación y en la concienciación porque la curación, ya lo decían estos días los expertos a raíz del caso Nadia, es cosa de los médicos y de los hospitales. Resulta inevitable pensar en Nico y en la lucha de su familia estos días en los que se conocen cada vez más detalles de la gran estafa del padre de Nadia. La propia madre de Nico está explicando cómo se gestiona el dinero que ellos reciben y qué fin tiene. No sé si usa reloj pero seguro que, si lo hace, será para aprovechar cada minuto. El padre de Nadia tenía 32 relojes valorados en 50.000 euros. Ignoro para qué le servían a él las horas, esas que se le hacen eternas a las familias con niños gravemente enfermos.
No creo que nadie deje de colaborar con la fundación de Nico, ni con ninguna otra similar, utilizando la excusa de la estafa, aunque sean inevitables las preguntas. Pero eso no quiere decir que el caso no pueda servir como lección. La solidaridad no es una frivolidad. No debería serlo. La solidaridad supone comprometerse. Para que este mundo del que a veces dan ganas de bajarse vaya un poco mejor no vale solo reenviar mensajes por wasap o dar Me gusta en Facebook.
La colaboración, al menos así lo veo yo, debe ser consciente y buscada. Es probable que nos haga dormir mejor y que eso tenga un punto de egoísmo. Pero supongo que es mejor utilizar el bálsamo que nos concede ser solidarios que mirar hacia otro lado, como si no fuera con nosotros.
Un niño, casi un bebé, con un cáncer que afecta a una persona de cada 100.000 es algo que sí va con nosotros. Y no debería ser lo único.