La lluvia de Semana Santa ha permitido descubrir, en diferido, algo que está ahí pero que no figura en la primera línea de la trinchera del turismo: los museos. Por supuesto que la información oficial habla de este o de aquel, pero de una manera general y solo dando un toque cultural a las experiencias turísticas verdaderas: a saber, comer bien, ver el paisaje, descubrir la catedral de Santiago o hacerse una foto en el Obradoiro.
Esta Semana Santa llovió y hubo museos que a las doce del mediodía del Domingo de Resurrección estaban petados. Por ejemplo, el Aquarium Finisterre, de A Coruña. ¿Una excepción? En absoluto. Otros no llegaron a ese nivel, pero había gente. Santiago tampoco fue ajeno, con unos más llenos y otros menos, dependiendo de la situación y la temática. Y lo que es mejor: se veían parejas muy jóvenes. Por supuesto que si hubiera hecho sol los asistentes se reducirían de manera significativa, por supuesto que no había dónde meterse y muchos buscaron refugio en el Museo do Pobo Galego o en la Casa de la Troya, pero eso es irrelevante. Lo fundamental, sea por lo que sea, es que la gente se acerque a los museos, no solo cuando va obligado con el colegio o instituto.
Y ahí es donde se impone emprender una campaña mucho más amplia y mucho más agresiva. Es necesario conducir al turista al Gaiás —costa harto difícil, seamos sinceros— y procede casi obligarlo a que vea lo mucho e interesante que exhibe uno tan céntrico como el de las Peregrinacións. Porque con el cambio climático eso de predecir el tiempo se acabó, fuera del par de días venideros. No queda otro remedio que dar alternativas, y la mejor, sin duda, son nuestros museos. Que ni son pocos ni malos.