En el mundo occidental se ha extendido la idea de que el crecimiento del consumo es algo positivo, y cuanto más crezcamos, mejor. En Latinlandia, además, el burro grande ande o no ande es casi una religión, por eso un alcalde ya fallecido de Negreira decía que cuantos más pisos tuviera un edificio más rica era la sociedad. Ahora, en ciertos lugares, se da la curiosa reacción minoritaria de que el crecimiento no puede producir molestias.
Eso pasa en Santiago, ciudad hoy en día turística por excelencia gracias al Camino. Santiago es el motor de Galicia. La recuperación del Camino desde 1993 ha tenido un efecto arrastre: multitudes en los meses del verano y presencia constante de peregrinos y turistas (obviamente no son lo mismo) durante todo el año. Y gracias a ese movimiento entran en los bolsillos de los compostelanos (y de casi Galicia entera) millones de euros. Un ejemplo: en Sigüeiro, con 4.200 habitantes, los peregrinos van a dejar en las arcas privadas este año en torno al millón doscientos mil euros. Un negocio.
Ahora vienen quienes hablan de turistización en sentido negativo, de las molestias que origina los peregrinos (sobre todo los que se dedican a cantar a gritos) y del agobio que es pasear por la Almendra. Muy bien, pero ningún municipio está obligado a apostar por el turismo. Val do Dubra o Mesía, sin ir más lejos, no lo hacen y no pasa nada. Porque por supuesto que los turistas traen consigo algunos problemas, pero ni el más lerdo diría que en Santiago son mayores que los ingentes beneficios que dejan.
Si en Compostela se celebrase un referendo para cortar de raíz o no cortar la apuesta local por el turismo, ¿alguien duda de que cuál sería el resultado?