El 13 de junio de 1922 el Ministerio de la Gobernación aprobaba un real decreto por el que se decidía la creación de una línea aérea postal Madrid-Vigo. Unos días más tarde autorizaba otra ruta particular entre las dos ciudades, con cinco paradas intermedias, para la compañía de Joaquín Davila. Y en 1927 el Consejo Superior de Aeronáutica promovía la aprobación de una ley con la que se consideraba urgente la construcción de nueve aeropuertos, entre ellos los de Madrid y Barcelona, pero también el de Galicia, dada la relevancia estratégica de la zona y su conexión marítima con América.
Las dos primeras ideas nunca llegaron a pasar de la Gaceta de Madrid (el BOE de entonces), pero para que la tercera fuera realidad, la sociedad viguesa remó hacia la misma dirección. «Aeropuerto Nacional de Galicia» fue la nomenclatura con la que en 1927 se refirió oficialmente al aeródromo con el que Vigo quiso dar cabida al tráfico aéreo de la región.
Un Junkers de la Unión Aérea Española aterrizó incluso en Panxón, para formalizar alegóricamente el respaldo al impulso por la aviación que había prendido en Vigo y que con Ayuntamiento, Diputación Provincial, Cámara de Comercio y todas las entidades de la ciudad y de la provincia unidas encontraron aquel mismo año en las Gándaras de Budiño el supuesto terreno ideal para construir el aeropuerto de Galicia. Una real orden del 24 de febrero de 1928 así lo estableció formalmente, como también otra instalación para hidroaviones en Cesantes.
Pero como sigue ocurriendo con los grandes proyectos ideados para la ciudad, los presupuestos del Estado no reflejan sueños y solo consignaron en dos anualidades cien mil pesetas para las obras. La ralentización de la puesta en marcha de la infraestructura, el cambio de régimen con la llegada de la Segunda República y las crecientes dudas técnicas, hicieron que el proyectado aeropuerto de Vigo entrase en vía muerta al tiempo que a toda máquina se aceleraba la construcción de un aeródromo en Santiago, que abriría en 1935.
Vigo perdió así su oportunidad, y lo volvería a hacer en el 36, cuando se intentó, sin éxito, llevar a cabo a toda prisa las obras de una pista de despegue para avionetas de guerra llegadas sin montar al puerto de la ciudad.
La maleza y la falta de influencia política en Madrid se comió aquel germen del aeropuerto de Peinador, hasta que casi veinte años después, en 1954, el esfuerzo personal de miles de vigueses trabajando en la propia obra y también el dinero de la ciudad, se inauguraba por fin la terminal.
Desde entonces, casi 19 millones de pasajeros han pasado por sus pistas, realmente competitivas desde 1981, cuando por primera vez supera los cien mil usuarios en un año. Pero de nuevo, la falta de un proyecto claro que guíe la hoja de ruta de la terminal, la inevitable caída en los presupuestos para afrontar las mejoras ideadas al ritmo pensado, el imparable desfilar de directores sin apenas capacidad de gestión, el bajón económico de la ciudad y la competencia decidida y apoyada por los aeropuertos de Santiago y Oporto, han hecho revivir la eterna maldición de Peinador y los sueños aéreos de Vigo. Air France, Iberia y Air Europa acaban de eliminar, para ahorrar, sus primeros y últimos vuelos del día y la reacción ha sido la misma que cuando la maleza cubrió la pista en los cuarenta y Lavacolla se puso a funcionar de verdad. Ninguna.
Por eso Peinador necesita ya unión y un plan, y no que el PP y el PSOE lo sigan utilizando en su batalla por mandar en la ciudad y en la que los vigueses parecen haberse convertido en un efecto colateral.
«vicus» y abrazos crónica política