Llegó en patera y subsiste desde hace meses en una nave abandonada de la calle Jacinto Benavente
17 dic 2025 . Actualizado a las 09:38 h.Samson tiene 48 años y desde hace seis meses vive en una nave industrial abandonada de Beiramar. Es uno de sus inquilinos más estables. Dentro de ese edificio degradado, lleno de basura, humedad y restos acumulados durante años, ha logrado hacerse un pequeño espacio propio. Lo llama su cuarto. Ha improvisado una puerta y la ha cerrado con un candado. No es un gesto simbólico: es una forma de proteger los pocos enseres y alimentos que tiene y, sobre todo, de marcar una frontera mínima entre el caos y mal olor del exterior y un lugar donde aún puede reconocerse a sí mismo.
Su estancia, en semioscuridad, sorprende por contraste. Frente al desorden y la suciedad que dominan la nave, su rincón está limpio, ordenado y cuidado. No hay basura acumulada ni restos tirados por el suelo. «Si está limpio se puede vivir, más o menos, porque no hay otra cosa», dice, sin dramatizar. Lo explica con serenidad, como quien ha aprendido a adaptarse para no venirse abajo.
Samson incluso bromea. Desde una abertura alta del edificio se cuela la luz y se intuye la ría. «Tenemos un ático con vistas», dice sonriendo. Luego remata: «Hay que reír por no llorar». El humor funciona como escudo. Sabe que su situación es extrema, pero también que quedarse anclado en la amargura no le sirve de nada.
Es natural de Ghana. Allí quedaron sus cuatro hijos. Sus padres ya han fallecido. Llegó a Europa en patera desde Senegal, siguiendo una ilusión que arrastraba desde niño. «Desde pequeño mi ilusión era venir a vivir a Europa, porque aquí se vive mejor», explica. No idealiza el viaje ni lo presenta como una epopeya. Simplemente fue una decisión tomada desde la necesidad y la esperanza. En España intentó ganarse la vida como pudo. Primero montó un pequeño puesto de venta ambulante, pero no funcionó. Después encontró trabajo como marinero. «En barcos grandes», precisa. Ha faenado en aguas de Canadá y en las Malvinas, campañas duras y largas que le permitieron ahorrar algo y tener una vida relativamente estable durante un tiempo.
Todo se rompió al regresar de una de esas campañas. «Cuando volví, mi casera había vendido la casa con todas mis cosas dentro», relata. Perdió sus pertenencias y también la fianza. No pudo recuperar nada. Presentó una denuncia, pero el daño ya estaba hecho. A partir de ahí, la caída fue rápida.
Sin trabajo
Hoy no trabaja porque le retiraron el NIE. Sin documentación en regla, sin ingresos y sin posibilidad real de alquilar una vivienda, la nave se convirtió en su única opción. «Ahora no se puede buscar nada porque nadie me va a alquilar», resume. No lo dice con rabia, sino con una mezcla de resignación y lucidez.
Samson insiste en que esta situación es temporal. Confía en regularizar de nuevo su situación administrativa y volver a trabajar en el mar. «Una vez que consiga legalizar mi situación buscaré una vivienda decente», afirma. Tiene claro que no quiere quedarse donde está. La nave no es un hogar, solo un refugio forzado mientras espera una oportunidad. Entre basura, humedad y abandono, su pequeño cuarto cerrado con candado representa algo más que un espacio físico. Es una declaración silenciosa de resistencia.
En un lugar donde todo parece perdido, Samson mantiene el orden como una forma de no rendirse. Limpia, organiza, protege. Espera. Mientras tanto, duerme allí, bajo el techo de una nave abandonada, en uno de los espacios más insalubres de la ciudad, con la vista puesta en un futuro que aún no puede tocar, pero que se niega a dar por perdido.