Sara, víctima de violencia machista: «Con 16 años mi novio me dio la primera bofetada porque me vio hablando con otro chico en la discoteca»

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«NO ES AMOR, ES MALTRATO» Testimonios como los de Sara o Fayna, que sufrieron abusos físicos y psicológicos, pretenden concienciar sobre la violencia machista, y visibilizar que se puede salir

19 nov 2022 . Actualizado a las 17:42 h.

Han pasado casi cuatro desde que acabó, aparentemente, porque algunas heridas continúan, la pesadilla de Sara (27 años), pero a día de hoy se sigue emocionando al recordar su historia. Le entra mucha pena cuando se escucha a sí misma contar lo que vivió desde los 16 hasta los 23 años. Tiene rabia de no haber sabido y podido parar a tiempo lo que ella consideraba que era «amor», y que, sin embargo, era «maltrato». «Si hubiera sabido lo que sé ahora, hubiera frenado desde la primera vez que me pidió el teléfono, y, sobre todo, desde algo que ya era muy evidente como fue el primer bofetón. Ojalá lo hubiera hecho a los 16 y no a los 23, porque perdí mucho tiempo, perdí mi autoestima... Dejé de ser yo. Con 16 años era una chica superalocada, muy feliz, me gustaba salir, estaba todo el día en la calle, y cambié por completo. No es que quiera volver a los 16, pero sí tener esa alegría, esas ganas de comerme el mundo...», señala Sara, que a día de hoy colabora con la Fundación Ana Bella, que promueve junto a Yves Saint Laurent el programa El abuso no es amor, con el que se busca a través de talleres y charlas concienciar sobre la violencia machista.

 Ese primer bofetón, del que habla Sara, se lo dio su novio con solo 16 añitos. Llevaban apenas seis meses de relación, y ese chico, que era diez años mayor que ella, la golpeó porque la vio «bailar o hablar» con otro joven en una discoteca. «Me sacó fuera y me dio un bofetón». Antes ya había empezado a controlarla, le pedía el teléfono, le preguntaba con quién iba, adónde... «Me hacía todo tipo de cosas. Si no le daba el teléfono, me quitaba la tarjeta y no podía comunicarme con nadie. O a las 4 de la mañana me tiraba a la calle...», señala Sara. Tampoco le dejaba hablar con otros chicos por si acaso, «porque como yo era tan sociable, no me fuera a ir con otro...». Sara, que creció en una casa donde su padre maltrataba a su madre, pensaba que eso no le iba a pasar a ella, pero inconscientemente le marcó, y en su primera relación repitió los patrones que había visto de pequeña.

No tiene explicación, yo ahora lo pienso y digo: «¡Uf, madre mía, cómo he podido estar así siete años!». Hasta a mí me cuesta entenderlo y procesarlo

Se fue a vivir con este chico. Primero convivieron en Gandía, de donde es ella, y luego se mudaron a Valencia con la familia de él. «Ahí empezó a prohibirme ir a Gandía a ver a mis amigas, a mi madre... Además, la suya consentía ese maltrato, veía normal que su hijo se comportara así », indica. Sus amigas, sobre todo una, intentaban convencerla para que lo dejara. «Ya te ha dado el primer bofetón, esto no es normal, solo va a ir a más», le decían. «Pero siempre piensas que va a cambiar, te pide perdón, hace el papel de su vida, se pone a llorar, a decir ‘te quiero, lo hice porque te quiero’... Y piensas: ‘Ha sido una vez, espero que no vuelva a pasar, lo voy a perdonar’. Le perdonaba todo». Pero cuando ocurría algo, enseguida llamaba a sus amigas llorando. Al principio, los fines de semana, «que era cuando bebía», pero después por semana. Si se enfadaba, dejaba de hablarle o se iba de casa, y no aparecía en días. Al año y medio de relación decidió denunciar, aunque confiesa que lo hizo más por otros que por ella misma. Ella no quería dejarlo. Se celebró el juicio, y le pusieron una orden de alejamiento. E incluso dos, porque con la primera en vigor los pilló juntos la policía. Pero estas medidas no sirvieron de mucho porque en menos de un mes ya habían retomado la relación. 

UNA BRUTAL PALIZA

La relación continuó como antes. Sara vivía en Valencia, pero los fines de semana trabajaba en Gandía en una tienda de ropa. Él no le puso pegas, porque se beneficiaba. «Cogía mi libreta del banco y sacaba dinero cuando quería», señala. Y los episodios de maltrato se seguían sucediendo. «Él ya no tenía remordimiento ni mucho menos. Ejercía un abuso sobre mí bastante fuerte, controlaba mi tiempo, qué hacía, qué compraba... Era como la chacha de su casa, porque al llegar de clase (estaba cursando una FP superior) tenía que limpiar. Me era infiel los fines de semana cuando salía...». Hasta que un día, a los tres años y medio de relación, dos desde la primera denuncia, le pegó una paliza brutal. Una de sus compañeras de trabajo vio los golpes mientras se cambiaban en el vestuario —«Sara, te van a matar», le dijo— y se ofreció para acompañarla a denunciar. Esta vez sí que lo quería hacer, no como la primera, que señala que lo hizo para no perder a su madre y a sus amigas, por ello Sara siempre insiste en sus charlas en que hay que respetar los tiempos de la víctima, porque de lo contrario, no vale de nada. Antes de ir a la comisaría, regresó con él una noche con la intención de recoger sus cosas a la mañana siguiente, ya que pensaba que, una vez puesta la denuncia, no le dejaría entrar. «Esa noche me aguanté todo, intenté que me mirara lo menos posible, hablar lo menos posible, y si me decía algo contestaba con un ‘sí, vale’. Estuve muy sumisa, queriendo que pasaran las horas. Solo pensaba: ‘Queda poco, queda poco’. Casi ni dormí», relata.

Al ver que ya constaba una orden de alejamiento, y con el parte médico en la mano, el juez decidió meterlo en la cárcel durante dos años, además de imponerle una orden de alejamiento durante otros siete. Cuando su pareja entró en prisión, Sara empezó a quedar con otro chico que ya conocía de antes aunque nunca habían salido. Su círculo más cercano le advirtió sobre esta persona, pero ella creía que después de lo que había vivido, no le iba a pasar dos veces. Se equivocó. «Cuando tienes una relación de violencia de género siempre te dicen que no te van a querer, que no vales para nada, y me fie del primero que me hizo un poco de caso, y me dijo que me iba a querer y a cuidar. Necesitaba que alguien me quisiera». Además, su estado anímico tampoco ayudó. «Al no haberme curado de la relación anterior, porque fue acabar una y empezar otra, no tenía autoestima, y eso le hizo tener mucho terreno ganado».

Los hechos se repitieron. El mismo control sobre el teléfono, sobre qué hacía y con quién iba o venía, y también el abuso físico. «No lo hacía tan seguido, pero cuando lo hacía, eran cosas muy feas. Me cortaba la ropa o me la tiraba por el balcón para que tuviera que bajar a recogerla a la calle en ropa interior. O me tiraba líquidos por la cabeza cuando había quedado con alguien para que tuviera que ducharme, y ya no fuera. O al volver de fiesta ejercía la violencia, o me tiraba del pelo, o me pegaba». 

UN VÍDEO ÍNTIMO

Así estuvo tres años y medio. Y aunque decide denunciar, estos hechos no son el detonante, sino que lo hace porque su entonces pareja compartió un vídeo íntimo suyo. «Me empezó a amenazar por Instagram por perfiles falsos, y aunque no lo puedo demostrar, el único que tenía el vídeo era él. Y cuando decido denunciar, la policía me dice que por el tema del vídeo en concreto no puedo, porque no tengo pruebas, pero que los mensajes que tengo de él son violencia de género, y que es la única forma que hay para que deje de molestarme», explica Sara que, tras una orden de alejamiento en julio del 2017, decide volver con él. «No tiene explicación, entiendo que pueda parecer surrealista, yo ahora lo pienso y digo: ‘¡Uf, madre mía, cómo he podido estar así siete años! Hasta a mí me cuesta entenderlo y procesarlo».

En diciembre del 2018 ya no sabe cómo salir de esa relación tóxica. La segunda. No es capaz de dejarlo, tiene mucha dependencia, y la única manera de hacerlo es poner tierra de por medio. En enero se marcha a Inglaterra junto a una amiga, y con este viaje da carpetazo a la relación. «Allí me doy cuenta de lo mal que estoy, no tengo autoestima, pienso que no me va a querer nadie, que no voy a tener amigos, que me va a ir supermal... Pero es todo lo contrario. Hago amigos que son como familia, tengo un trabajo en un hotel, me ascienden, me voy de viaje con un amigo a Mallorca, cuando nunca había podido tener amigos chicos... Empiezo de cero, empiezo a ser feliz, a trabajar en mí misma, aún sigo hoy trabajando el tema de la autoestima, la psicóloga siempre me dice que no se pueden borrar siete años en dos. De hecho, el control del teléfono me ha costado, y me sigue costando. Yo tenía que estar pendiente del móvil 24 horas. Es un trauma que me ha quedado».

En octubre de ese mismo año regresa de Inglaterra, aprovechando que su amiga también lo hace. Estaba más fuerte mentalmente, y si algo tiene claro es que no va a volver con su expareja, no quiere perder el trabajo de esos nueve meses. Se centró en terminar sus estudios de auxiliar de medicina estética, en hacer las prácticas, montó una firma de cosmética ecológica —Kiérete— con su madre, que en ese tiempo estudió un curso de Farmacia y es la formuladora del producto, y lo más importante, en terminar de curarse. En ser ella de nuevo. «He estado muy centrada en volver a quererme, porque si no, no puedes querer a nadie. He aprendido a poner mis límites, pero aún tengo mis cosas. A mí me ha marcado muchísimo». En enero hará cuatro años que no tiene pareja. En realidad, estas dos han sido las únicas relaciones que ha tenido como tal, aunque «en Inglaterra tuvo sus cosillas». «Me da mucha pena que haya sido así. Este año estoy más abierta a conocer a alguien, pero hasta ahora no he sido capaz. Sentía que tenía que curar y sanar todo», explica Sara, que con su testimonio pretende crear conciencia, y que otras personas que se vean reflejadas en ella sepan que se puede salir. Ella lo ha conseguido.