Rebeca Atencia, la Jane Goodall gallega: «Mi hijo se llama Kutú por el chimpancé que me salvó la vida»

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Fernando Turmo

De la mano de esta veterinaria ferrolana nos introducimos en la selva. Ella nos guía para conocer cómo viven estos primates que se parecen tanto a nosotros. «Trabajar con chimpancés me ha acercado más al ser humano», dice la directora del instituto de la etóloga británica en el Congo

04 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Es la Jane Goodall gallega por varios motivos. El primero, porque Rebeca Atencia (Ferrol, 1977) dirige el instituto que la prestigiosa etóloga británica tiene en el Congo, el mayor santuario de chimpancés de África. Y el segundo, porque, al igual que ella, siente auténtica pasión por los primates. Ella los cura —es veterinaria—, pero también los cuida. Algunos la ven como su madre. Los ayuda a sobrevivir y a reintroducirse en un medio que es hostil, también para ellos. Pero toda esa pasión por la selva nació en Ferrol, y en los bosques en los que ella jugaba de pequeña. Solo con oírla contar mil y una anécdotas, se ve claramente que está viviendo el sueño de su vida.

—¿Cómo acabas en el Congo?

—De pequeña vivía en las afueras de Ferrol, en Serantes. Y eran impresionantes los bosques de allí. Siempre iba con mis hermanos a ver animales. Era como ir a nuestra propia selva. Así que es un sueño de niña. Soñaba que un día iría a la selva y que salvaría a animales. Luego hubo un incendio que me marcó mucho. Recuerdo que estábamos llorando pensando en los animales que se iban a morir. A la semana fuimos a ver al guardabosques, y vimos que tenía un montón de bebés de animales. Aluciné. Nos contó que cuando fue el incendio se fue corriendo a rescatarlos de sus nidos. Los recuperó y los introdujo de nuevo en su hábitat. Fue mi ídolo. Decidí que de mayor quería reintroducir animales en la selva como hacía Jaime.

—¿Y por eso te fuiste al Congo?

—Yo quería trabajar con chimpancés y era el único sitio donde los reintroducían. Así que me fui para ver cómo podía ayudar. Tenía conocimiento de animales salvajes y me ofrecieron dirigir un equipo de reintroducción de chimpancés. Era para un año. Pero sabes cuando llegas a África, y no cuándo te vas, porque te cautiva.

—¿Y cómo conociste a Jane Goodall?

—Ese año, ella fue de visita al Congo. Tenía que buscar una solución para su centro de rescate de chimpancés. Lo tenía masificado, así que fue a visitar otros proyectos. Entre ellos, en el que yo estaba. Y apareció Jane Goodall en mitad de la nada. ¡No me lo podía creer! Tenía veintitantos años y el centro de mi universo era esa selva y salvar a los chimpancés. Había aprendido a comunicarme con ellos. Y cuando amas mucho algo y se lo cuentas a alguien, la otra persona se da cuenta de la pasión que tienes. Jane lo vio y me ofreció trabajar en su centro de Tchimpounga. Ella busca gente apasionada, que luche por sus ideales. Y muchas veces me dice que cuando me vio, le recordé a ella cuando era joven.

Rebeca Atencia con la prestigiosa etóloga británica Jane Goodall
Rebeca Atencia con la prestigiosa etóloga británica Jane Goodall

—Se puede decir que eres la Jane Goodall gallega.

—Yo creo que Jane Goodall solamente hay una. No se puede sustituir.

—Pero representas su espíritu, eres gallega y encima estás al frente de su instituto en el Congo.

—Yo siempre hablo de Galicia y digo que vengo de Ferrol.

—¿Has pasado miedo en la selva?

—Muchísimas veces. Sientes un miedo ancestral. Estás en mitad de la selva, en la que es difícil moverte y tienes que escuchar mucho y agudizar todos los sentidos. El oído, la vista, el olfato... a los elefantes los detectas por el olor. Tu cuerpo se convierte en tu medio de defensa para sobrevivir. Es muy difícil de describir.

—¿Cuál fue la ocasión en que más miedo has pasado?

—Una vez estaba en la selva y los chimpancés estaban comiendo con sus bebés. Había una, que se llamaba LPC (La Petite Chimpanzé), que estaba siempre pegada a mí. Me tenía como referencia. Era huérfana. Y yo estaba haciendo fotos. De repente, veo que todo el mundo se sube a los árboles superrápido, es decir, todos los chimpancés. Y noto unos brazos peludos en mi cuello, que casi me ahogan. Era LPC que me estaba agarrando el cuello, se había puesto sobre mi espalda. Cuando se agarró suspiró, como diciendo: «Estoy salvada».

—¿Y qué pasaba?

—Me giro hacia atrás y veo un elefante tan grande... con el must, que es un líquido que le sale por detrás de las orejas cuando están muy activos sexualmente y van buscando hembras. Están muy agresivos en ese momento. Y se vino hacia mí, pero yo no podía subirme al árbol. ¡Y encima con LPC de 15 kilos sobre mi espalda! Entonces me escondí detrás de un árbol muy grande. Pero el elefante empezó a dar vueltas alrededor de él, persiguiéndome. Me temblaban las piernas. Tenía ganas de hacerme pis y todo. Miro hacia atrás y veo dos caminos. Uno más abierto, pero sabía que si corría hacia allí, el elefante me iba a aplastar. Y el otro tenía como un agujero por el paso de animales y por debajo había ramas. ¡No me lo podía creer! Me metí por el agujero y empecé a arrastrarme por el suelo. Pero LPC, que estaba a mi espalda, se quedó enganchada.

—Buf.

—Sí, pensé: «Ya está». El elefante venía corriendo hacia nosotros. En ese momento, LPC se dio la vuelta y se puso en mi barriga. Tuvo una reacción de bebé chimpancé, que saben reaccionar para cambiarse de lado. Yo eso no lo sabía. Y entonces empecé a arrastrarme rápido y conseguí avanzar. El elefante no nos alcanzó. Me siguió un rato largo. Seguí andando mucho tiempo hasta que me encontré a Derek, otro chimpancé y pensé: «Menos mal, aquí estoy bien».

—¿Te protegió alguna vez un chimpancé?

—Sí, del ataque de otro chimpancé. Hay algunos que se llevan bien contigo y otros no. Yo a Chinuá nunca le he caído bien. Cualquier cosa que hacía en la selva le parecía mal. Si tocaba la fruta, le parecía mal. Si miraba a una hembra, también. Todo así. En una de esas, yo estaba marcando un árbol y hacía un ruidito: «Tac, tac, tac...». Chinuá lo oyó, a pesar de que estaba lejos, y se vino donde yo estaba. De repente, oí detrás de mí: «Ug, Ug». Me di la vuelta y vi a un chimpancé gigante, que no reconocí, y con el pelo erizado. Saltó encima de mí y me mordió en la cabeza. Aún tengo la cicatriz. Uno de los dientes me dio al lado del ojo. Oí «trac» en mi cabeza y empecé a sangrar. Entonces, él empezó a llamar a otros chimpancés, haciendo la vocalización de caza: «Uuuuuh, uuuuuh». Y con la mirada marcando la dirección de cazarme a mí. De repente, vi un montón de chimpancés, como cinco o seis, saltando y viniendo hacia a mí. Y yo pensando: «No me lo puedo creer, me van a matar».

—¿Y qué pasó en ese momento?

—El que iba delante cambió la dirección del ataque hacia Chinuá. Era Kutú, yo le había ayudado unos meses antes. Le tuve que curar las heridas que le provocaron unos chimpancés salvajes. Teníamos una relación muy especial. Él cambió la dirección del ataque y se puso entre ellos y yo. No lo reconocí en ese momento. Solo veía su espalda y pensaba: «¿Quién es este?». Se dio la vuelta, le vi a los ojos y suspiré: «¡Ay, Kutú!». Él, con la mirada, me dijo: «¡Corre, vete de aquí!». Como diciendo: «Puedo mantener esta situación solo un rato. Vete». Y ya me fui rápido. En el camino de vuelta fui pensando que si sobrevivía, llamaría a mi primer hijo Kutú. Y así fue. Mi hijo se llama así, por el chimpancé que me salvó la vida.

—¿Aún vive Kutú chimpancé?

—No, se murió años después por un ataque de chimpancés salvajes. Era tan valiente y tan noble... Se ponía el primero cuando había un conflicto. Y le atacaron todos al mismo tiempo. Estaba con Chinuá, pero él lo dejó allí.

—Imagino que será duro perderlos.

—Es horrible. Y eso es algo que nadie me contó. Yo soy su médico y ellos lo saben. Pero, al mismo tiempo, soy su madre en cierto sentido. Entonces, cuando se ponen enfermos, te das cuenta de que no siempre los puedes curar. Tuvimos un problema con una Escherichia coli y varios perdieron la vida. Pensaban que yo los iba a curar a todos. Y no pude. Es tan impactante. Te cogen de la mano, te miran a los ojos y tienen esperanza de que van a salir adelante. Es algo tan duro que me ha supuesto un problema psicológico. Un trauma. Me tuve que tratar porque no lo podía afrontar.

—¿Los ves como tu familia?

—Claro, son mi familia. Son mis hijos, mis hermanos... me comunico con ellos y ellos se comunican conmigo. He dedicado mi vida a ellos. Y es algo muy traumático.

—¿Cuáles son los momentos más bonitos con ellos?

—Los abrazos de libertad. Cuando los dejamos en semilibertad, ellos tienen miedo. Igual que un joven cuando se independiza y viene a coger la comida a casa de mamá.Ves un chimpancé adulto, de 70 kilos, superfuerte, pero de repente, le entra miedo de bebé. Se vuelven niños. Y buscan una figura de apego. Te dan un abrazo como diciendo: «Vale, esta es mi nueva vida, pero por favor, no me dejes solo. Al menos, al principio». Es un momento superespecial. Yo lo veo como un agradecimiento y que tienen una segunda oportunidad.

—¿Dónde te sientes mejor: con humanos o con chimpancés?

—Ahora estoy llevando bien lo de los humanos [se ríe]. Todo el mundo me recuerda de pequeña rodeada de animales, perdida en el monte. Siempre renegaba un poco de las personas. Pero trabajar con chimpancés me ha acercado más al ser humano. Ellos son muy humanos. Las relaciones sociales que tienen son tan parecidas a las de las personas que da escalofríos.

—¿Crees en la fuerza individual para cambiar las cosas?

—Sí, y lo hemos visto con el aceite de palma. Se están destruyendo selvas para plantar este monocultivo donde no puede haber vida animal. Ahí no viven los grandes simios. Gracias a la fuerza individual de cada persona —que hemos empezado a decir: «Yo no como aceite de palma»—, grandes organizaciones internacionales han dejado de producir productos con este tipo de aceite.

—¿Hay que ser algo soñadora para dedicarse a salvar chimpancés?

—En la vida, te dediques a lo que te dediques, siempre hay que ser algo soñadora. Y si lo haces con pasión, al final los sueños se convierten en realidad. Los niños en España nos ayudan mucho a que así sea. A través del instituto de Jane Goodall en España hay un programa para donar móviles antiguos. Y el dinero del reciclaje va a África. Hay muchísimos niños que han hecho campañas increíbles.

—¿Qué echas de menos de Galicia?

—El caldo gallego. No encuentro nunca las berzas buenas. En el Congo hay una verdura que es muy parecida, pero no sabe igual.