Lucía acaba de poner fin a una relación de violencia: «Es peor el maltrato de después de la denuncia»

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Con una hija de 10 años su única preocupación es encontrar una vivienda, algo que a día de hoy no tiene, para poder rehacer su vida

28 nov 2023 . Actualizado a las 09:33 h.

Los cinco primeros años de la relación fueron «normales». Pero cuando nació su hija, hace ahora diez, Lucía, el nombre con el que quiere preservar su identidad, empezó a caer poco a poco al pozo. Fue algo muy progresivo y muy sutil, ella apenas se iba dando cuenta. Su expareja empezó a aislarla de su entorno, también de sus cinco hermanos, con los que estaba muy unida, e incluso, de alguna manera, de su trabajo, que a él nunca le gustó. La «animó» a que se pidiera una excedencia para quedarse con la niña en casa. Tampoco veía bien que quedara con alguien para tomar un café. «Yo me callaba, lloraba, sufría en silencio, pero me lo iba creyendo. En el fondo, me hacía sentir mal, me creía que yo era la culpable, y que eso no estaba bien, y solo me dedicaba a él y a la niña».

Un par de años después el control se fue intensificando. Le miraba los mensajes del móvil, a veces era sonar, y él ya iba corriendo a leerlo. La cosa derivó hasta tal punto que se vio obligada a mentirle si quedaba con su familia, porque para él era «un ataque». Ella entró en una pequeña depresión, y empezó a perder las ganas de hacer cosas. Seguía sin darse cuenta de lo que estaba pasando. «Entré en un estado de sumisión tremendo, a mí como el ordenador se me daba fatal, a veces le daba la clave, pero nunca pensé yo que esto iba a repercutir así, que me iba a controlar los correos, los mensajes... Era como que no tenía vida, todo tenía que pasar por él. Empezaban los insultos, los gritos, yo tenía la culpa de todo. Yo no conduzco, pero él sí; yo ponía el GPS, y si nos perdíamos, la culpa era mía».

El trabajo era otra fuente de problemas. Lucía, que es sanitaria, con frecuencia se veía obligada a aceptar los contratos que le daban. «Alteraban mi vida, pero mi trabajo me gusta, y él no me dejaba..». Fue normalizando la situación y asumiendo que ella era la culpable: porque dejaba a su hija, porque se iba a trabajar, si no veía a los amigos era porque una vez que tienes familia hay que volcarse en ella, y ya no los puedes mantener... Para alguien tan familiar como ella, lo más complicado era estar lejos de los suyos, que prefirieron mantenerse alejados después de algún que otro altercado con su expareja, y con los que, con el tiempo, acabó perdiendo la relación.

En la calle de madrugada

Poco antes de la pandemia, su salud no era la mejor. A la depresión se le sumaron otras complicaciones, y él también cayó en un estado depresivo. Intentaron ponerle solución, recurrieron, incluso, a profesionales, sin éxito. Como personal sanitario de Urgencias vivió el covid en primera línea, y cuando ella se contagió, sumado a la depresión que se agudizó con todo lo que estaba viviendo, no obtuvo de su pareja ningún apoyo. Todo lo contrario. «Aprovechaba para meterse conmigo». Cuando se incorporó de nuevo al trabajo, solicitó una reducción de jornada por conciliación. Él también, aunque aprovechaba sus horas libres para estar detrás de ella. «Que si no hacía bien las cosas, que si le desobedecía en todo, que si le llevaba la contraria... Y a la niña igual. Si sacaba buenas notas, que tenía que estudiar más», explica Lucía, que confiesa que en ese momento ella no se dio cuenta de cómo le iba ganando terreno.

La relación pasó a otra fase. Él gritaba por todo, y provocaba en ella un estado de shock que solo conseguía bloquearla y dejarla sin capacidad de reacción. «Si alguien le llevaba la contraria en la calle, se ponía como un loco, se enfrentaba, y nos ponía a la niña y a mí en situaciones... Incluso conduciendo, se picaba con el otro, a perseguirse en el coche». Empezaron a sucederse estos episodios violentos, y la cosa fue a más. Comenzó a echarla de casa de madrugada. «Dejaba a la niña dentro, porque no tenía adónde ir. Me refugiaba en casa de alguna vecina o amiga hasta que se calmara. Al final, volvía diciéndole que la culpa era mía y pidiéndole perdón. Lo hacía por mi hija». Esto se repitió en cinco ocasiones, hasta que un día ella estaba en casa, conversando con una amiga, que vivía en Londres, diciéndole que la iba a ir a ver, cuando él empezó a gritar y a tirarle las cosas por la ventana. Afortunadamente, un vecino se percató y avisó a la policía. «Él intentó forcejear conmigo, me empujó contra la pared, yo no me di cuenta, pero estaba sangrando por las manos». Cuando llegaron los agentes, ella lo acusó de haberle pegado, y se lo llevaron detenido. Los efectivos de la UFAM [unidades policiales especializadas en la lucha contra la violencia machista], la acompañaron a poner la denuncia, mientras unos amigos se encargaron de recoger a la pequeña, que, afortunadamente, no estaba en casa.

Lucía lo denunció, y cuando regresó a por sus cosas ningún agente la acompañó, a pesar de que él ya estaba libre. «Me dijeron que lo sentían mucho, pero que no había efectivos». Se vio sola, en la calle. «Fue horrible, me pensé muchas veces si tenía que haber denunciado. No me dieron opción de una casa de acogida, porque no la tenían, me la daban en otra localidad, y no podía cambiar a la niña de colegio. No tenía derecho a ninguna ayuda, me dijeron que fuera al punto de encuentro de la violencia de género, y para mí fue el peor sitio. Me dieron la cita un mes después, yo estaba en la calle literalmente, si no hubiese sido por este amigo que me ofreció su casa». Un lugar que tuvo que dejar al mes siguiente. Otra amiga les alquiló una habitación, pero también la dejaron, porque tuvo que entregar el piso. Ya ha pasado un año de esto, y el problema de la vivienda todavía no se ha arreglado. Actualmente, comparte piso con una mujer. Vive con su hija en una habitación.

 La prioridad, una casa

En las inmobiliarias le dicen que su nómina no es suficiente para alquilar un piso, por el que le han llegado a pedir 2.500 euros, y como trabaja, y llega al umbral de ingresos mínimos, no tiene derecho a ayudas. Por no hablar de que lleva un año en lista de espera para los pisos de protección oficial, que se adjudican por sorteo. «Es mi calvario, no puedo tener un piso, y tú imagínate como madre, me siento fatal, no puedo tener a mi hija todo el día en una habitación. Yo sola, todavía, pero con una niña...». Su prioridad es encontrar un lugar para vivir las dos tranquilamente, algo, además, fundamental para solicitar la custodia íntegra de la menor. «Cuando puse la denuncia, me la dieron durante un mes, de manera provisional, a expensas de que en el juzgado de Menores se dictaran las medidas en el mes siguiente. Sin embargo, la abogada de oficio que tenía en ese momento no lo hizo, y posteriormente, los abogados me convencieron para llegar a un acuerdo con él, por el que yo tendría la custodia, y él la podría visitar dos día a la semana. Este pacto caducó en septiembre, y por la huelga de los juzgados todavía no se han replanteado nuevas medidas, así que, de momento, la custodia se está llevando así». El conflicto judicial también ha evitado que se renueve la orden de alejamiento. Lamentablemente, la niña se ha convertido en un instrumento de manipulación, y él amenaza con quitársela porque ella no ha conseguido una estabilidad. «Yo no quiero poner más denuncias, no quiero cada vez que le vea, estar llamando a la policía. Mi hija ya tiene 10 años, y no quiero escándalos, y menos en el cole. Por eso, me callo, me voy y le dejo que él gane», señala.

Insiste en que institucionalmente «está abandonada», porque no puede recibir ningún tipo de ayuda. «Es ir para que no te den ninguna solución. Lo único que he recibido fue en el trabajo, que me cambiaron de centro para conciliar», apunta Lucía, que espera poder llegar a un acuerdo con él para que le dé la custodia a cambio de no denunciarle más. «He vivido un infierno, y si volviera atrás, no denunciaría, porque aumenta más el odio. La denuncia para él fue peor, le genera sed de venganza. En mi caso es peor el maltrato de después de la denuncia. Cuando tiene a la niña cuelga el teléfono, no me deja hablar con ella... Las detenciones son muy bonitas, pero las víctimas estamos desprotegidas. Yo no digo que me la den gratis, pero sí acceso a una vivienda asequible, de 500-600 euros, para yo poder hacer mi vida, porque ahora no puedo. Tengo que estar en una habitación, y eso psicológicamente a mí me mata. Hay momentos en los que me vengo abajo y digo: ‘No quiero vivir más'. No me ha matado con un cuchillo, pero me mató psicológicamente», confiesa Lucía, que se aferra al trabajo, «que le da la vida», y a una amiga que le está ayudando en todo lo que puede. «Me animó a escribirle al Defensor del Pueblo, y dentro de unos días tengo una cita con la asistenta social de mi localidad, a ver si tengo suerte». Esperemos que sí.

Institucionalmente

me siento abandonada. Las detenciones son muy bonitas, pero estamos desprotegidas. Yo no puedo hacer una vida normal con mi hija”