Claudia, 28 años: «Mi abuelo abusó de mí desde los 7 años, no fui consciente hasta los 19 y la última vez fue a los 22»

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Esta joven confiesa que contar lo que ha vivido le está ayudando. «Durante años lo sufrí en silencio por no romper la familia, ni crear dolor a mis padres y, sobre todo, por mi abuela»
09 dic 2023 . Actualizado a las 22:34 h.«Siento que me has fastidiado la vida, soy un cuerpo herido y nunca me voy a curar, pero a la vez eres mi abuelo y te quiero». Quien habla es Claudia, una barcelonesa de 28 años que hace unos días revelaba públicamente los abusos que había sufrido por parte del padre de su madre. Claudia se encuentra fuerte para poder repetir su historia las veces que haga falta y ayudar a otras personas que hayan sufrido lo mismo. Estos días se le han removido todos sus recuerdos, pero la historia está «trabajada y aceptada», aunque sigue en proceso de sanación. Contarlo, de alguna manera, le está ayudando. «Cuando eres víctima de abuso sexual infantil (ASI), lo que más te acompaña es el silencio y la culpa, y cuando lo sacas, al final, estás validando a esa niña pequeña que no tuvo voz en su infancia. Hay una parte de sanación, una parte de orgullo, y otra que reconforta; el poder decir: ‘No voy a volver a callar, a partir de hoy quien decide soy yo, y no los adultos que hay a mi alrededor'».
Dice esto porque ha sufrido en silencio, «para no romper la unión familiar, para no causar dolor a sus padres y a sus hermanos y, sobre todo, por su abuela, por no querer hacerle ver con quién había compartido su vida».
Todo comenzó a los 7 años. Y la última vez ocurrió a los 22. Tenía una relación normal con sus abuelos, la que se tiene cuando viven cerca, cuando pasas mucho tiempo en su casa, cuando te cuidan los días que no puedes ir al cole. En definitiva, unas figuras importantes en su vida, sobre todo, después de que sus padres se separaran cuando ella era muy pequeña. Lo que sucedió, Claudia lo vivió desde la inconsciencia. Lo tenía normalizado dentro de su subconsciente. «No me sentía víctima, sentía que me había tocado, porque a todo el mundo le podía tocar, y ese alguien era yo». Pero con 19, cuando estaba haciendo el grado de Integración Social, se le presentó el ASI como un abuso, y su cabeza hizo clic. «Vino una persona a contarnos su historia, y conectó con la mía, y ahí dije: ‘Ostras, ostras'». Se dio cuenta de que era una víctima.
No sabe cuántas veces ocurrió en esos 15 años, pero tiene en mente varios recuerdos que corresponden a edades diferentes. Y en la mayoría no estaban ellos dos solos. «Hay una que recuerdo que sí. Mi clase se había ido de convivencia, yo no fui, y me quedé en su casa. Él aprovechaba cuando mi abuela salía a comprar el pan o ponía la lavadora, pero no era necesario que estuviéramos solos. Le bastaba cualquier momento, cualquier roce, cualquier tocamiento. Le bastaban cinco minutos. Tengo imágenes de cosas que sucedieron en mi casa. Lo típico de que nos íbamos a echar la siesta una horita, mi abuelo me venía a tocar, y en la cama de arriba estaba durmiendo mi hermano. Él muy sutilmente se sentaba a mi lado, y me tocaba. O de estar en el sofá y taparnos con la manta, y cogerme mi mano y meterla en sus partes. Buscaba intimidad, pero no necesariamente estar a solas», confiesa Claudia.
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SE LO CALLÓ TODO
Durante años, ella lo sufrió en silencio, para sus adentros, con un sentimiento de «pánico, de angustia, de miedo» cuando le tocaba estar cerca de él, pero sin decir ni mu. No había ni un solo indicador, —lo dice alguien que posteriormente ha hecho muchas formaciones sobre el tema—, que pudiera alertar de lo que estaba pasando. «Me lo callé todo, no dije nada. Si tenía que ir a su casa, iba; si mi abuela tenía que salir, intentaba ir con ella; si había que dormir la siesta, procuraba echarme con mi madre o no dormir, pero todo en silencio. Nadie lo vio. Esto ocurrió hace 20 años y no había la misma información que ahora, era un tema muchísimo más tabú del que nadie hablaba».
En el momento que fue consciente de lo que vivió, se lo reveló a su madre y hermanos. A partir de ahí hubo muchos lloros, pero ella, ante todo, pidió calma. No quería destrozar la familia. También por su abuela, que había sufrido un infarto y un ictus. Hubo un pacto de silencio hacia el resto de la familia, y también hacia su abuelo, al que ella y los suyos dejaron de hablar. Dice Claudia que su madre, que también había sido víctima, de alguna manera, ya intuía lo que estaba pasando. «Una vez que yo estaba durmiendo la siesta, vino a despertarme y vio a mi abuelo sentado en la cama. No vio nada, solo eso, y ya se le saltaron las alarmas. Observó que mi abuelo siempre me buscaba, que quería sentarse conmigo, que nos quedáramos solos, y empezó a sospechar; pero como yo no le había dicho nada, se quedó a la expectativa», señala la joven, que recuerda cómo por todo esto su madre ya procuraba mantenerlos alejados.
Aunque a ella no le dijo nada, sí lo hizo con sus hermanos mayores. «Les advirtió de lo que podía estar pasando, para que ellos estuvieran en alerta. Actuaron así, desde el silencio, sin decirme ni preguntarme nada, simplemente separándonos físicamente».
Cuando con 19 Claudia confesó todo, su madre se echó a llorar y le pidió perdón insistentemente. «Hay un arrepentimiento total, de ‘lo siento', de ‘yo he crecido con este dolor, y no quería que tú crecieras con él, porque sé lo que es. No te avancé nada para no crearte ningún trauma de algo que no estuviera pasando'. Ahí pensé: ‘Guau, no pasa nada. Entiendo perfectamente, como madre sola cuidando de seis hijos, que tu padre esté haciendo esto, no teniendo las herramientas emocionales, psicológicas, que pudieras actuar así'. Nunca se lo he echado en cara, porque he entendido bien la situación. Pero el dolor está, y el sentirme desprotegida tanto por parte de mi madre como de mi padre, aunque ellos no lo supieran. Porque han tenido a una niña que ha estado sufriendo 17 años de su vida y no lo han sabido ver como padres».
Su madre le preguntó qué quería hacer, y ella le dijo que nada. Solo con habérselo contado se había liberado, porque una de las cosas que más dolor le producían era que ella sufriera. «A partir de ahí, fue bonita la relación entre ella y yo». En ese momento, ni su madre ni sus hermanos tomaron medidas por deseo de Claudia, pero la situación cambió cuando dos años después su abuelo lo intentó de nuevo. «Yo empiezo en terapia antes de los 22, y siempre decía: ‘Ojalá me pasase ahora, porque le metía un tortazo o le diría que no, chillaría o le diría de todo. Y pum, vuelve a pasar'».
A esas alturas, Claudia ya evitaba cualquier tipo de contacto con él, pero un día fue a comer con ellos. Su abuelo tenía problemas de vista y de audición, por lo que le resultaba fácil ir a visitar a su abuela y esquivarlo. Podía ni enterarse. «Pero ese día, estamos comiendo y mi abuela sale un momento del restaurante, y yo me quedo con él en la mesa. Si no le dirijo la palabra, seguramente no hubiera pasado nada, pero le miro, y siento pena y culpabilidad. Le toco el hombro, y le digo: ‘¿Está buena la comida?'. Me dice: ‘Buenísima', y pone su mano encima de mis rodillas. Todas mis alertas se acentúan muchísimo, pero pienso: ‘Calma, solo es la rodilla, a ver hasta dónde es capaz de llegar. No creo que tenga valor de intentar nada en medio de un restaurante'. Aunque estuviera incómoda, intento retarle tanto a él como a mí. Evidentemente, empezaron los tocamientos». Se quedó bloqueada, pensando que no le podía estar pasando otra vez, y enseguida su cabeza se inundó de preguntas y de comentarios autodestructivos: ‘¿Qué has hecho?'. ‘Ha sido tu culpa...'.
Se levantó y se fue. Fue la última vez que lo vio. Y la penúltima en la que mantuvo contacto. Ese episodio provocó que Claudia creara un grupo de WhatsApp para contarle al resto de los suyos lo que estaba ocurriendo, que desencadenó en un cisma familiar: los que se posicionaron sin pensarlo a su lado, y los que le dijeron que «hay que saber perdonar en la vida» o «tú lo que quieres es fastidiarle sus últimos años de vida». Esta vez su madre sí se enfrentó a él, y rompieron todo vínculo, aunque ellos eran los únicos familiares que residían en Barcelona y los que estaban a cargo del abuelo, que tras fallecer su mujer estuvo en una residencia, hasta que consiguieron que sus otros hijos se lo llevaran al extranjero. «Hasta ese momento, el contacto era mínimo. Una vez fui a llevarle una cosa a la residencia, sin tener contacto con él, pero sabes que está allí, y a tu cargo, es muy difícil».
EMPEZÓ A ENFERMAR
A Claudia le pesó dejar morir a su abuela, con quien tenía un vínculo muy especial, sin contarle lo que hacía su abuelo, pero cree que si volviera para atrás, actuaría igual. «Tenía 14 nietos, y soy la única a la que le dejó herencia. ¿Y si se imaginaba algo? Porque siempre era Claudia para todo. Pero yo no quería que por mi culpa le diera otro ataque o pudiera no morir tranquila viendo la división familiar que había. Puse delante su sentimiento de bienestar que el mío. Me lo perdono, porque lo hice con todo el amor del mundo, pero a veces me genera malestar, porque si a mí me llegara a pasar, me gustaría que me dijeran a quién tengo al lado».
Claudia vive toda esta situación angustiada, como si estuviera conviviendo con un vacío muy grande, con un sentimiento de alerta constante, de culpabilidad... Crece con un rol de cuidadora tremendo, siempre pendiente de los demás, no de ella, castigándose en el día a día, y esa rabia y ese dolor, en vez de sacarlos para fuera, los lleva dentro, y empieza a enfermar tanto mental como físicamente. «Lo peor ha venido después de los abusos. El hacer un duelo de perder a parte de la familia, de perder la conexión con mi cuerpo, con las relaciones sexuales, el tema de la ansiedad, los trastornos de la conducta alimentaria, los intentos de suicidio, las actitudes purgativas hacia mí misma... El tener que estar siempre en alerta hace que me pueda la salud».
A partir de los 19, sufre problemas de corazón, le descubren un tumor en el ovario, lleva dos operaciones sin éxito en el último año y medio del cráneo porque tiene un nervio cruzado con una arteria, algo que le resulta muy molesto por las secuelas que le ha provocado en la cara... «He crecido siendo un cuerpo herido, y me voy a morir siéndolo». «Es verdad que hay una parte médica-científica que corrobora que no es emocional, pero con el tiempo te das cuenta de que también...».
En el primer ingreso que hace en el 2021 por problemas de salud mental empezó a «vomitar» todo lo malo. «Me sentí todavía peor, porque ya no tapo lo malo», apunta. Esa situación derivó en una depresión muy grande, intentó acabar con su vida, sentía que había intentado muchísimas terapias y que de poco habían servido, y tiró la toalla. Le propusieron ingresar de nuevo, a lo que se negó, pero tocar fondo, llorar, soltar, hablar sin miedos, decir que no, poner límites... Todo eso le ayudó a ir hacia arriba poco a poco. Ha sido, y está siendo, un trabajo largo, en el que parte de la terapia consistió en reconectar con su cuerpo. «Sé que nunca me voy a gustar físicamente, pero gracias a él puedo hacer mis hobbies y todas las cosas que me gustan. Lo más complicado ha sido poder estar con alguien. Lo rechazaba, no quería, no disfrutaba... Hablo en pasado, pero podría ser en presente. Ahora estoy mejor, pero hay un trabajo muy grande detrás», dice Claudia, que actúa con sus sobrinas como no lo hicieron con ella. «Hay gestos que me nacen solos, como pedirles permiso para bajarles las braguitas, o no mantenerle la mirada fija en sus partes, o les digo: ‘Solo te limpio si tú me lo pides'. Mensajes que para ellas son subliminales, y que para mí son directísimos, para que el día de mañana sepan que son dueñas de su cuerpo».
A día de hoy, Claudia vive con dolor, un dolor aceptado, que le permite estar más en calma, aunque asegura que hay cosas que «nunca se superan». «En aquel momento lo quería mucho, no quería que le pasara nada; después de estos dos años, que es cuando he hecho el proceso más grande, no le deseo el mal, pero ya no sé si lo quiero. Lo dudo», dice sobre su abuelo, que falleció hace dos años.