
Su cabeza estaba en España, pero su corazón a miles de kilómetros de distancia. Por eso decidió dejarlo todo, y mudarse a África. «Es una vida de renuncia, pero me pesa más todo lo que tengo aquí, aunque no es fácil», asegura esta joven madrileña
20 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Si algo tuvo claro María a sus 24 años es que su futuro no estaba en Madrid, donde tenía una vida acomodada, a sus amigos, a su familia, donde no le faltaba de nada, donde estudiaba Economía y Negocios Internacionales. Ella solo se veía en un lugar a miles de kilómetros de esa vida, en Uganda. A este país del este de África llevaba yendo los tres años anteriores todas las vacaciones de verano, desde el 2017. En Entebbe, una ciudad ubicada a orillas del lago Victoria cerca de Kampala, la capital ugandesa, su madre Montse y Maribel hacía cinco años que se habían volcado con un proyecto. Fue en el 2012 cuando crearon Babies Uganda para ayudar a un orfanato que iba a cerrar por falta de fondos —algo que continúan haciendo a día de hoy—, y cuatro años después pusieron la primera piedra de la casa, donde hoy acogen a 32 niños. Ella, que siendo pequeña había vivido esa realidad muy de cerca, no se veía en ningún otro sitio, e incluso peleó para que las prácticas de la carrera se las convalidaran allí, no le valía otro lugar. «Después de pasar esos seis meses en el 2020, supe que me quedaba», cuenta María Galán, que dirige los proyectos que la organización tiene en la zona. «Mi madre y Maribel coordinan todo desde España; parece que hay mucho más trabajo en el terreno, que hay muchísimo, pero gestionar esto desde España es complicadísimo. Ellas están disponibles 24/7, y vienen unas tres veces al año para ir viendo cómo va todo», apunta.
Explica que lo que han montado en Entebbe ya ha tomado la categoría de «hogar». De hecho, ella considera «sus hijos» a los 32 niños que viven con ella bajo el mismo techo, que tienen entre un año y 16. Además de la casa, tienen un colegio de primaria y otro de infantil, y el próximo mes de febrero tienen previsto inaugurar el de secundaria. «También contamos con una clínica de atención primaria con fisioterapia, odontología, oftalmología, maternidad... que da servicio gratuito a toda la población de la zona; un centro social donde los niños aprenden canto, baile y pintura; y un centro de deportes para que puedan hacer extraescolares, y ejercicio en las horas de clase que tengan deporte». Por si esto fuera poco, a 45 minutos de donde están todos estos servicios, cuentan con un cole para niños con discapacidad visual, al que actualmente asisten 52 alumnos. Se ríe cuando lo escucha, pero Babies Uganda ha creado una «ciudad» en esta localidad africana.
Ampliando instalaciones
Ella comprueba de primera mano que todo sale según lo previsto, pero, sobre todo, se encarga de los peques, aunque tienen a otras seis aunties contratadas, como se llama allí a las cuidadoras. Entre todas atienden a estas criaturas en el día a día. «La verdad es que nuestros días son muy variopintos, porque, al final, siendo 32, si no es uno, es otro. O los tienes que llevar al hospital, o simplemente solucionando problemas que pueda haber ya se te va la mañana entera. Cuidarlos, atenderlos, escucharlos, estar con ellos para lo que necesiten», resume. Los menores que llegan «a sus brazos» son niños a los que sus padres no pueden atender por diversas circunstancias. Explica que cuando la policía les avisa de que hay un niño en esa situación, enseguida se hacen cargo. De hecho, ahora están ampliando las instalaciones para que en caso de que les avisen siempre tengan una cama disponible, y no se vean en la tesitura de tener que decir que no.
Aunque su vida actual no guarda ningún parecido con la que podía tener hasta hace tres años, cuando echó raíces en Uganda, confiesa que nunca tuvo dudas a la hora de dar el paso. «Ninguna, yo me involucré muchísimo desde el principio, mi conexión con los niños fue impresionante también, y viendo todo lo que podíamos hacer por esta comunidad, viendo todas las posibilidades y las condiciones de vida que tienen aquí las personas, yo no quería seguir viviendo mi vida normal. Quería estar aquí y hacer todo lo que estuviese en mi mano por seguir ayudando, cada vez llegar a más personas y seguir creciendo».
La vida en Uganda es muy diferente a la de España. Por citar dos ejemplos, la media de hijos es de cinco, y la de edad para la maternidad, de 15 años. María asegura que la vida es dura desde que naces. «Hay niños que caminan kilómetros y kilómetros para ir a por agua, otros para ir al cole; los padres luchan a diario por dar de comer al día siguiente; los sueldos son muy bajos, es muy complicado poder ahorrar. Aquí la malaria, que el tratamiento es muy barato, puede rondar los cuatro euros, es una enfermedad que mata a muchísimas personas. Es una falta de oportunidades, de recursos, no nos podemos ni imaginar lo que es vivir esto en sus carnes. No hay ocio, por ejemplo. Aquí la vida es muy, muy complicada», confiesa.
Pero desde la organización trabajan por que no lo sea tanto, o por lo menos para que ellos sean felices, que es como se les ve a través de las redes sociales de María (@auntie_mariagalan), donde se observa la ilusión que hay en sus ojos mientras escriben la carta de los Reyes Magos o cómo disfrutan a lo grande con un álbum de fotos personalizado que les ha hecho la hija de Maribel. «Nuestra mayor prioridad es que no les falte de nada, ni material, ni de amor, ni de cariño, ni nada», apunta esta joven.
Las necesidades sobre el terreno suceden, y en Babies Uganda son conscientes, por ello procuran ir por delante. Siempre sobre seguro, comprobando que el anterior proyecto funcione correctamente antes de echar a andar y poder asumir el siguiente. «Cuando llegamos al millón de seguidores en Instagram (@babiesuganda) hicimos un reto para que el que quisiese y pudiese hiciera un bizum de un euro. Obviamente, no hemos conseguido un millón de euros, ni de lejos, pero ha sido lo que necesitábamos para empezar a construir un cole para niños con discapacidad intelectual; en febrero comenzaremos las obras». Y es que esa realidad la tienen muy presente. En la casa hay cinco niños que tienen algún tipo de discapacidad, «y sobre todo dos, Agy y Dudu, una tiene síndrome de Down y la otra alguno desconocido, pueden ir perfectamente al cole».
Si ese es su hogar, y esa es su familia, sus hijos, no es de extrañar que esos 32 niños se quieran como hermanos. Discuten, juegan, se quieren, se pelean, y se cuidan muchísimo, asegura. Dice que el trabajo que hacen en equipo es importantísimo siendo tantos, y que todo debe estar muy bien estructurado para que salga bien.
María es consciente, y así lo dice, de que ha elegido una vida de renuncia, pero no le pesa, o le pesa muy, muy poco. «He llevado una vida muy cómoda con mis amigos, con mi familia, y al final ya no es el hecho de tener, sino la posibilidad de tener, y eso aquí está muy limitado. Nosotros en la casa vivimos bien, no nos falta de nada, pero es muy básico en cuanto a comodidades. Podría decir que echo de menos darme una buena ducha o tomarme algo con mis amigos en una terraza, pero me pesa más toda la vida aquí. Te la cuento así y puede parecer idílica, pero no es una vida fácil».
MÁS DE CIEN PERSONAS
En la casa disponen de agua corriente, y nunca les ha faltado de comer. Todas las semanas comen pollo, ternera y pescado, y el resto van alternando entre verduras —que es muy fácil conseguir en las tiendas locales, aunque también tienen un pequeño huerto— y poso, una mezcla con agua y harina, que se vuelve muy densa hasta el punto de que hay que cortarla con el tenedor. «Es una comida supertípica aquí que llena la barriga, y le echan judías o a un guiso, y eso es lo que comemos los otros días», señala María, que asegura que todo el personal que tienen contratado es local. En total, entre todas las instalaciones (en el comedor del colegio comen 650 niños y en la clínica atienden a más de mil pacientes al mes), además de las obras que siempre tienen en marcha, dan trabajo a más de cien personas.
Una vez que un niño cruza la puerta —el último fue el pequeño Vincent— sabe que este es su hogar para siempre. Ni cuando cumplen 18 años se tienen que ir. «Nos preocupamos por su presente, y nos preocuparemos por su futuro, y siempre será su lugar al que volver cuando necesiten algo, o no». Y también el suyo. «No me voy a ir nunca. No viviría sin estar cerca de mis niños. Somos una familia, yo los quiero como si fueran mis hijos. No me veo en ningún otro lado, no me voy a ir de aquí». Tan claro lo tiene que hasta ha convencido a su pareja de que se mude a África con ella. «Él ahora pasa seis meses aquí y otros seis en España, porque su familia tiene un negocio que es de temporada de verano; pero el plan es que se venga, cuanto antes mejor, pero todavía quedarán dos o tres añitos».