Veinte años de «Mar adentro», récord de goyas

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Ramón Sampedro hizo reflexionar a los gallegos y Amenábar puso a pensar a Hollywood. Dos décadas después del estreno de esta película, y con una ley que regula la eutanasia, hay solo un consenso: el filme es magistral

14 mar 2024 . Actualizado a las 08:55 h.

Hacia el final de la película, cuando a Ramón Sampedro le asedian los periodistas entrando en la Audiencia Provincial de A Coruña, uno de ellos le pregunta cómo se siente siendo el único español que solicita ayuda para morir. El sonense responde que es el único que lo está solicitando de forma pública. Era 1996 y la eutanasia estaba lejos de encontrarse en el foco del debate; de hecho, en Europa solo se podía reclamar de manera legal la conocida como muerte dulce en Holanda, donde un año antes unas 3.000 personas fueron asistidas por personal sanitario para dejar de vivir.

Mar adentro se estrenó en el 2004. Seis años después de que este tetrapléjico lograse su objetivo gracias a una cadena de amigos anónimos, y solo seis meses después de que José Luis Rodríguez Zapatero llegase a la Moncloa tras las elecciones más mediáticas que se recuerdan. El entonces presidente del Gobierno, que prometió una oleada de revoluciones sociales, arropó el filme en su estreno, pero evitó cualquier sesgo político limitándose a decir que era un día para «hablar de cine» cada vez que se intentaba conocer su posición ideológica sobre la eutanasia. De cine se habló, a veces más, a veces menos, hasta el 2021: ese año España se unió a Holanda, Bélgica, Canadá y Luxemburgo, y despenalizó la muerte asistida.

Con veinte años a sus espaldas, parte del valor de Mar Adentro pasa por haber logrado franquear la polémica y generar un consenso que se ve pocas veces en el cine en general y casi nunca en el cine español: es una película excepcional.

Casualidad o no, Fernando León de Aranoa había conseguido dos años antes de Mar adentro una opinión casi tan favorable como unánime con Los lunes al sol. En los primeros 2000, las pantallas grandes de unas salas de cine que empezaban a alojarse en centros comerciales supieron a salitre, a seseo y a Pratos combinados. En tiempos de Alcarràs y de Matria, las lenguas cooficiales tienen una cabida en el audiovisual que entonces casi siempre se miraba con desprecio, igual que a esos actores de televisor de cocina que estaban anclados al producto local. Fueron contados los directores que prefirieron autenticidad a estrellato, dando así oportunidades a intérpretes desconocidos para la mayoría de españoles.

Javier Bardem bordó su papel de Ramón Sampedro gracias a unos secundarios impolutos que arrasaron durante la temporada de premios. Ahí estaba el jovencísimo Tamar Novas dando las mejores réplicas a su tío encamado, Celso Bugallo ofreciendo una visión descarnada y temerosa de la muerte, en contraposición con el punto naíf del que podría pecar la película; o Mabel Rivera, que nunca se cansó de agradecer la oportunidad que le brindó Amenábar de estar en el filme, porque en Galicia hace frío en demasiados sentidos. Lola Dueñas empapándose de Boiro en sus maneras, en su acento, en ese «te voy a poner el culo como un tomate maduro» solo se puede comparar con la delicadeza con la que Belén Rueda borda un personaje para el que pocos la creían preparada: dejar Los Serrano para trabajar con el director con más proyección de la esfera nacional era un sueño que parecía que no tenía derecho a cumplir. Su Goya como actriz revelación con 40 años la consagró como una de las actrices más demandadas para interpretar esos personajes que estaban predestinados a mujeres de otro perfil; o lo que es lo mismo, que no hubieran sido azafatas de programas de José Luis Moreno.

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El papel de Belén Rueda fue creado ad hoc para ensalzar una historia con ingredientes más que de sobra para encoger las tripas de los espectadores. Julia, la abogada con una enfermedad degenerativa dispuesta a ayudar a Ramón a morir, asume el peso dramático de la película en escenas inolvidables —e imposibles— como la que ocurre en la playa de As Furnas, cuando ambos se dan uno de los besos más icónicos del cine español.

Por este arenal de entorno virgen, que acostumbra a ver poco set de rodaje, estuvo varios días paseándose el equipo de Mar adentro. Sí que hasta este lugar llegan turistas y curiosos que conocen la historia de Ramón Sampedro, y saben que fue este el sitio que cambió su destino y donde empezó a tener «una cabeza pegada a un cuerpo muerto» —esto reza en su epitafio—, pero los vecinos tuvieron que amoldarse al contexto del rodaje de una película que tenía pretensiones que iban más allá de una producción tradicional. Esto generó todo tipo de opiniones, sobre todo respecto a los actores más famosos, sobre los que todo el mundo tiene una imagen montada en su cabeza. Como recogió entonces La Voz, durante diez días era frecuente ver a Javier Bardem por el bar As Furnas, del que se decía que era «estirado», que no quería hablar con nadie. Belén Rueda parecía caer mejor, aunque el que se llevó el aplauso del público —y el cariño de toda esta gente— fue Alejandro Amenábar.

No es que con Mar adentro necesitase consagrarse, pero sí es cierto que el cineasta consiguió con este filme llegar a otro tipo de públicos. Se convirtió en esa cara amable y mainstream que el cine español requería exportar definitivamente a Hollywood. Y vaya si lo hizo: se llevó el Óscar a la mejor película extranjera tras batir el récord de premios Goya con 14 cabezones.

Solo un mes después de estrenarse, casi dos millones de espectadores aún se estaban acomodando en sus asientos cuando asistieron a la más trascendental de las preguntas: ¿Por qué morir? El boca a boca era difícil con un filme que pone a algunos espectadores delante de sus miedos y sus principios, y que sin embargo —o quizás por eso— ha aguantado el paso del tiempo como no lo han hecho tramas más intrascendentes.

Es cierto que Mar adentro no ocultó su lugar ideológico —basta con ver el hilarante diálogo entre Josep María Pou, que interpreta a un personaje también tetrapléjico, y Ramón Sampedro— pero su grandeza consiste en que no intenta convencer. En tiempos prehistóricos para la era de las redes sociales, se mantuvo a salvo de corrientes de cancelación, pese a que la película fue el mayor altavoz de un hombre al que algunas asociaciones le afeaban que menospreciaba la existencia de los tetrapléjicos. El otrora marino mercante se negaba a utilizar una silla y decía que para él la vida en su situación carecía de sentido, pero sus Cartas desde el infierno e incluso el vídeo que dejó grabado para que constara su voluntad de morir —«Cuando beba habré renunciado a la más humillante de las esclavitudes... Para mí, la libertad no es esto.., dijoevidenciaban que hablaba de una reflexión que le atañía solo a él.

Ramona Maneiro, esa mayúscula Rosa interpretada por Lola Dueñas, es el único eslabón que se conoce de la cadena de colaboradores que ayudaron a Ramón a terminar con su agonía. Una vez que Ramón muere, la película prefiere centrarse en la figura de Julia, que por su deterioro apenas recuerda ya esos momentos de pasión alternativa con su amante. En la vida real fue Ramona la que se quedó con el foco de atención. Detenida y puesta en libertad por falta de pruebas, cuando el delito prescribió, confesó que ella le administró el cianuro a Sampedro. Hoy este es su mantra: «Eu solo quero que a xente poida vivir ben e morrer ben».