Esta pareja de mujeres hizo la ruta en tren más larga del mundo: «La relación empezó con ese viaje a ciegas por la vía transiberiana»

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Sara Gutiérrez y Eva Orúe, pareja de autoras de «En el Transiberiano».
Sara Gutiérrez y Eva Orúe, pareja de autoras de «En el Transiberiano». Isabel Wagemann

Sara y Eva se conocieron en un Moscú que corría desinflado tras el sueño de Occidente. En el verano del 94 se subieron a un tren mítico que forjó un imperio, el Transiberiano. Médica y periodista recuerdan sus primeros encuentros y un viaje que las marcó, y que la guerra de Ucrania les impidió reeditar en el 2022

09 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Más de 9.200 kilómetros y siete husos horarios cruzaron juntas a los diez de meses de conocerse en Moscú esta pareja de españolas. Sara Gutiérrez (Oviedo, 1962), médica que se especializó en Oftalmología en Járkov y Moscú, y Eva Orúe (Zaragoza, 1962), periodista que fue corresponsal en Londres y París antes de aterrizar en la Rusia de Yeltsin, y que hoy dirige la Feria del Libro de Madrid, saben que hay trenes que no se pueden perder. Ellas tomaron, el verano del 94, aquel que forjó un imperio y que recorrió durante años la ruta sobre raíles más larga del mundo. «Hoy en Rusia el tren es el medio de transporte habitual por tierra. Y además hay un acicate: que China ha apostado por el tren para el transporte de mercancías. La siberiana fue durante años la vía ferroviaria más larga del mundo. Ahora, para mercancías, lo es la nueva ruta de la seda. Tiene sentido que Rusia siga apostando por el tren...», comenta Eva.

Sara y Eva se conocieron en Moscú en octubre de 1993, en un Moscú «que corría desesperado tras su sueño occidental». Hacia otra Rusia, que hacía más caso a su cabeza europea que a su cuerpo asiático, nos lleva esta peripecia personal que es a la vez condensada la historia del Transiberiano, contada por esas dos españolas que subieron a él en 1994 , tras el fin de la perestroika.

«Nos conocimos en Moscú de casualidad. Yo llevaba allí desde el 89, primero en la Unión Soviética y desde mayo del 92 en Moscú —comienza Sara—. Soy médica y estaba allí haciendo la especialidad de Oftalmología. Y Eva estaba de corresponsal en Moscú...». Eva quedó con unos amigos para comprar esquís de fondo y Sara se presentó con uno de ellos. El primer encuentro de la pareja fue en una tienda «donde no había nada». Era algo habitual, «los empleados solían sacar la mercancía a la calle y la gente llevaba las cosas que tenía por casa para sacar unas perras». Se conocieron en un país que vivía un «destrozo económico total». Y en su primer encuentro casi acaban en la cárcel por un percance con un policía que acusaba a Eva de vender en la calle por el hecho de llevar calcetines en la mochila. «Le dije al policía que discutir en la calle era absurdo, que me llevase a comisaría y lo habláramos allí», cuenta Eva. «Pero luego no se lamente si le acusan de haber provocado un conflicto internacional», apoyó Sara, que disuadió al agente y acabó tomando su primer café tranquilamente con Eva. Era octubre y estaba nevado, recuerdan. Y aquel café con leche fría (no por error) las animó a seguir quedando. «A mí me divertía hacerle de intérprete en sus reportajes», dice Sara, que también se llevó a Eva dentro de quirófano alguna vez.

Sara le hizo a Eva un regalo que nadie le había hecho: un ojo en un tarro de mermelada. «Para que aprecies algo maravilloso, el cristalino», le explicó. Y no se perdieron de vista. «Aquellos eran tiempos en que esto no se hablaba claramente ni siquiera con la persona con la que lo estabas viviendo [comenta la médica sobre su relación de pareja]», pero para poner a prueba su futuro juntas se le ocurrió picar a la periodista para hacer el Transiberiano. «¡Cómo podía estar informando de un país tan grande conociendo solo la capital y San Petersburgo! Eva tardó en decir que sí dos minutos ¡y allá que nos fuimos!», resume Sara.

«La relación empezó a la vez que el conocimiento y el viaje». Era ya un tren en marcha. Subieron al Transiberiano, «que no existe», advierten en el libro que han escrito a cuatro manos, En el Transiberiano. Una historia personal del tren que forjó un imperio. «Cuando alguien dice ‘Transiberiano’ —comenta Eva—, vienen a la cabeza películas del Orient-Express. Cuando decimos que el Transiberiano no existe queremos decir que como tren no existe con ese nombre, lo que existe es una vía que han recorrido a lo largo de la historia varios tipos de trenes. Cuando los rusos lanzaron, en la época de los zares, ese proyecto colosal, lo llamaron ‘la gran vía siberiana’. Y el recorrido era más o menos el que nosotras hicimos en el verano de 1994».

Rusia está hoy mucho más lejos de Europa. «En agosto del 94, la Unión Soviética llevaba dos años y medio fenecida. Rusia era un país independiente. Y como casi todas las repúblicas soviéticas, en caída libre. La economía mal, la sociedad destrozada, las Fuerzas Armadas desmontadas... Nada funcionaba en ese país que había sido el más importante de una confederación que se sentía inmensa pero al albur de los tiempos», dice Eva. Ese país en demolición fue auscultado por la pareja en cinco etapas, con inicio en Moscú y final en Vladivostok: «Moscú era el escaparate de lo peor que pasaba en Rusia, pero las cosas no iban mucho mejor en las ciudades del centro y el este del país. Las mafias ocupaban los huecos que el poder había dejado, la gente empobrecida hasta límites insospechados... Y, al tiempo, aquel era un país en el que todo era posible, que abría una perspectiva de libertad».

«Rusia tiene dos almas, una es europea y otra es asiática —amplía Eva—. El 20 % de su territorio es Europa y el 80 % es Asia. Entre San Petersburgo y Moscú y Vladivostok hay miles de kilómetros de un territorio riquísimo, pero con áreas apenas sin población... Hay una especie de agujero negro entre las ciudades europeas y el Lejano Oriente. Rusia tiene el alma partida entre su cabeza europea y su cuerpo asiático».

Isabel Wagemann

«DIFERENCIAS BRUTALES»

Mediados los noventa, «había gente en el centro del país que ni siquiera se había dado cuenta de que Rusia era independiente. Nos pedían papeles que hacía dos años que ya no eran necesarios. En Vladivostok nos llevaron a comisaría para poder hacernos el permiso para quedarnos tres días. ¡Pero si ya no hacía falta permiso! La vuelta a tiempos pasados en Rusia es un problema nacional», manifiesta Sara. El aire occidental sopló fuerte en Rusia aquel 94 que Eva y Sara cogieron el tren: «Allí tenían entonces una idea de Occidente que no se ajustaba a la realidad, pero se morían por beber Coca-Cola. El problema fue que no hubo una voladura controlada del Estado soviético, sino una voladura en la que los más listos sacaron partido. Además, se vivió una presión tremenda por parte de las democracias occidentales».

En la vida cotidiana las diferencias con España eran «brutales». «Cuando abrían un supermercado, nos íbamos dando la voz y era como si hubiera tocado la lotería —cuenta Sara—. Allí no era ‘salir a hacer la compra’, era ‘salir a comprar lo que encontraras’. La relación con la gente, en cambio, era muy buena. Una relación solidaria en la miseria’.

¿Existe Siberia? «Claro que existe, decir que no es una provocación del libro. Pensamos de los Urales para allá Siberia es todo, y no. Hay una Siberia amable que recorre esa vía transiberiana que hicimos. Buena parte de su terreno es permafrost, pero tiene unas regiones donde la vida es posible. Dostoyevski, que fue deportado por los zares, en Omsk, como cuenta en Memoria de la casa de los muertos, habla de esa Siberia amable en la que se puede vivir, y vivir bien».

¿Se puede hacer hoy un viaje en tren como el suyo del 94? «La web está capada. Cuando lo hicimos nosotras, estaba el tren de pasajeros y el de mercancías. Ahora hay trenes de lujo; con ahora quiero decir antes de la guerra», señala Eva. ¿Y ahora? «Es un tren normal para gente normal, y la mayor parte de quienes se suben a él solo hacen algún tramo. Básicamente, es un tren de mercancías». Pero no hay que subestimar, conceden, su importancia geoestratégica para Rusia.

Cuando empezaron su viaje, no tenían «información de nada». «Solo teníamos el billete, no sabíamos si podríamos alojarnos en cada ciudad, llevábamos dinero en efectivo en enormes cantidades porque no se usaban tarjetas de crédito. Fue una aventura que hicimos a ciegas», aseguran.

El libro que deja su testimonio de esa aventura tiene dos partes muy diferenciadas, la personal y la historia del Transiberiano. Curiosa es la parte en que nos llevan al lago Baikal, donde hicieron una especie de bisagra para terminar con la parte personal de su aventura. «Para hacer el cruce del Baikal, tenían que circunvalar el lago, primero tendieron raíles por encima del hielo, la gente bajaba del tren y cruzaba el lago sobre las aguas. Luego se les ocurrió subir el tren a bordo de un rompehielos, y en aquella época Rusia lo encargó a una naviera inglesa, que construyó un ferri rompehielos inmenso, lo repartió en 7.000 cajas y así lo mandó, en 7.000 cajas, hasta una aldea a orillas del lago Baikal donde fue montado. En ese ferri subían tres trenes y 850 personas para cruzar el lago. Así funcionaba el tren mientras no hubo circunvalación», documenta Sara.

El tren de la vía siberiana fue un instrumento para el horror y también para la esperanza, «para la gente que volvía del Gulag». «La literatura rusa recoge bien desde Tolstói lo que la vía transiberiana ha sido para la Rusia zarista y la bolchevique», advierte Eva.

Eva y Sara completaron 9.288 kilómetros en siete días en el Transiberiano, atravesando siete husos horarios. No tuvieron «ningún problema» por ser mujeres, aseguran. Y eso que en alguna parada en Siberia no habían visto jamás a una española...

Su futuro se escribió en ese tren. Hoy siguen, en marcha, juntas.