En uno de los momentos más duros de la crisis del 2008, cuando en los ascensores se hablaba de la prima de riesgo y las hipotecas subprime, la revista inglesa The economist dedicó su portada a España y la representó con el inevitable toro bravo y el nombre del país con la S en caída libre, lo que lo dejaba reducido a un doloroso Pain. Aquel juego ingenioso fue uno de los muchos que la publicación lleva haciendo en su portada desde hace años, una apuesta editorial y creativa de uno de los periódicos más antiguos del continente, pues la cabecera creada en Londres y dirigida hoy por los Agnelli y los Rotchschild lleva desde hace 180 años impartiendo doctrina económica liberal sin perder un gramo de influencia entre los ejecutivos del mundo y jugando a ser un referente del capitalismo global más exclusivo.
The economist demuestra cada mes que la ciencia de la que hablan sus trescientos periodistas, ninguno de los cuales aparece nunca con su nombre en la revista, que apuesta siempre por la firma colectiva, está muy lejos de ser una ciencia exacta sujeta a números, balances y tablas de excell. De hecho, ellos mismos juegan a intervenir en el tablero con sus profecías económicas y a recontar las veces que anticiparon que algo iba a pasar y después pasó. Hablan menos, claro, de sus flagrantes equivocaciones. Esta apuesta por las profecías autocumplidas en una revista, en teoría centrada en los números globales, se sublima cada fin de año con la portada que dedican a vaticinar cómo será el siguiente, en este caso el 2025. Desde que se publicó la portada, frikis de todo el mundo han dedicado horas a interpretar el mandala compuesto con imágenes contemporáneas que concentran el interés de la revista, convertida en una especie de oráculo de la divinidad económica que posa su interés en los asuntos que harán crujir el mundo en los próximos meses. Al repasar las predicciones se puede deducir que no hay que ser editor de The economist para saber que el 25 será un año de tensiones geopolíticas, que Trump la va a liar desde la Casa Blanca de una manera o de otra, que el mundo envejece y sus líderes también o que la IA tiene que avanzar y dejar de ser un juego para conseguir que los políticos canten juntos panxoliñas porque en persona les falta escupirse a la cara.
Pero lo interesante es la forma en la que The economist intenta narrar todo esto, con un collage de imágenes con el que pretenden que sus lectores y los que no lo son especulen sobre sus vaticinios y símbolos, convertidos en los sacerdotes de la religión de la pasta. En ese criptograma, por cierto, aparece una jeringuilla con un número 2, un símbolo de una posible nueva pandemia, en este caso vinculada a la gripe aviar contra la que Reino Unido acaba de comprar cinco millones de dosis de vacunas. Entre las cosas más llamativas de esa composición está la imagen del planeta Saturno, colocada en el frontispicio del mandala. Sus anillos dejarán de ser visibles desde la Tierra entre marzo y noviembre por primera vez en 29 años, pero Saturno es también el dios insaciable que devora a sus hijos. Lo advierte el oráculo. De The economist.