Roma en una cerradura

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26 abr 2025 . Actualizado a las 12:31 h.

Cuentan que también en Roma los turistas están dejando el alma de la ciudad en los huesos, pero en abril del 2005, la noche que murió Juan Pablo II, todavía era un lugar de verdad. La muerte había puesto fin a la larguísima agonía del papa polaco y el periódico quería testar en directo cómo la Iglesia acometía su relevo. El trance se prolongó durante 17 días, los que mediaron entre aquel 2 de abril y el 19 en el que la fumata blanca sobrevoló la Capilla Sixtina para anunciar que Joseph Ratzinger se convertiría en Benedicto XVI.

El relevo de un papa es una ocasión maravillosa para ejercer en Roma el periodismo. Al Vaticano viajan compañeros de todo el mundo conocido y las intrigas y misterios que son la esencia de la institución parecen ponerse en fila para ser contadas. Pero también te concede la oportunidad de sumergirte en una ciudad asombrosa.

La noche que murió Juan Pablo II, después de atender los encargos profesionales, la corresponsal de La Voz en Roma, María Signo, y su marido italiano, reservaron cena para tres en uno de esos restaurantes que los turistas buscan, pero no encuentran. Con el sabor de los mejores arancinis del planeta Tierra todavía en el paladar, María desafió la ilusión desbordante de la periodista invitada, novata a esas horas en asuntos romanos, convencida de que iba a compartir uno de los lugares más conmovedores de la ciudad, buen ejemplo de cómo transcurren las cosas en ella y de los mensajes cruzados que pintan sus calles. El coche avanzaba hacia el Aventino en medio de un silencio conmovedor y esa ausencia de bullicio borraba los límites del tiempo. Tanto, que a esa misma hora, en la Fontana di Trevi Anita Ekberg le exigía a Mastroianni: «¡Marcelloo, come here. El coche se detuvo en la Piazza dei Cavalieri di Malta vacía y María conminó a esta colega a descender y aproximarse al fachadón de lo que parecía un palacio estupendo. En la puerta, una cerradura de hierro a la que la anfitriona dirigió su dedo con una naturalidad que contrastaba con mi pasmo. «Pon el ojo», indicó, con un ímpetu parecido al de la Ekberg.

Y con el ojo bien puesto en la cerradura de Santa Maria del Priorato, lo que la vista descubrió por el Buco della serratura fue a Roma entera. Y una lección radical sobre cómo mirar las cosas. Y la vida.