Lola, la centenaria de Vilagarcía que opositó con 50 años y cuatro hijos y explica ciencia a sus bisnietos

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

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Lola, en su casa de Vilagarcía, con uno de los ramos de flores que le regalaron por su centenario.
Lola, en su casa de Vilagarcía, con uno de los ramos de flores que le regalaron por su centenario. MARTINA MISER

Nació en el municipio de Portas el 5 del 5 de 1925, estudió Químicas y le apasiona hablar de las placas tectónicas, las diatomeas o el ADN, pero dice: «De lo que más orgullosa estoy es de haber aprendido las cosas de la aldea»

17 may 2025 . Actualizado a las 12:50 h.

Quizás porque es una mujer de ciencia, quizás porque es de armas tomar, a Dolores Gallego Nogueira, Lola para unos y Lolita para otros, no le gustan los adjetivos: «A mí no se te ocurra alabarme con palabras de esas bonitas, que si soy buena, que si hice cosas estupendas... no me pongas nada de eso», advierte esta señora de Vilagarcía sentada a la mesa redonda de su salón, donde el sol entra con fuerza amarilleándole los libros que pueblan las estanterías, pero también bailándole a ella continuamente en los ojos. Es arriesgado no hacerle caso teniendo en cuenta que sobre ese tablero circular está el ejemplar del día de La Voz de Galicia subrayado, con hojas dobladas y con la tijera al lado preparada por si hay que recortar alguna página que acabe engrosando su carpeta con noticias, donde buena parte son artículos con novedades científicas. Porque Lola nació o se hizo mujer de ciencia y quizás muera de la misma manera, ya que a sus 100 años recién cumplidos le explica la estructura del ADN a los bisnietos o habla con ellos sobre la tectónica de placas y las diatomeas. Conserva la capacidad de fascinarse con temas que ligan ciencia e historia y sabe transmitirlos, de ahí que toda su familia conozca por ella cosas como la expedición de la Kon-tiki, es decir, la historia del explorador noruego Thor Heyerdahl, que cruzó el océano Pacífico en una balsa de madera. 

Lola nació en una fecha redonda: el 5 del 5 de 1925. Pero lo suyo debió de ser cuadrar el círculo desde pequeña. Fue la quinta hija después de cuatro varones. Dice que por eso le adjudicaron tres nombres juntos: «Tenían tantas ganas de la niña que me pusieron todo lo que se les ocurrió. Me llamo Josefa Rita Dolores», murmura. Nació en Lantaño, en el municipio pontevedrés de Portas. Y está orgullosa de seguir siendo «la niña de aldea que sabía cavar». Era hija de un veterinario y solo fue a la escuela un año porque como eran diez rapaces en casa les pusieron un maestro particular. Le entusiasmaba la geometría tanto como odiaba el dibujo.

En 1936, con la Guerra Civil ya en marcha, la llevaron a Pontevedra a examinarse de aquello que se llamaba ingreso para poder seguir estudiando. Se acuerda de que les dieron un salvoconducto para poder pasar a la ciudad. Cuenta con precisión de cirujano un episodio durísimo de aquel día: vio los disparos que habían hecho «unos supuestos falangistas» en la casa de una persona querida para ella a la que habían ido a buscar. Su relato cambia ahí de tono. Lola frunce el ceño, gesticula mucho y dice: «Tuve mucho miedo por papá. Creía que podían venir y llevarse a papá», dice esta mujer, que narra también los apagones y que señala que, aunque su familia no pasó hambre en la posguerra, la pobreza lo embadurnaba todo. «Fui a la universidad a Santiago, iba a hacer Magisterio, pero quise ir a Químicas, donde ya había algunas mujeres más. La universidad, que yo me la imaginaba grandiosa, estaba tan, tan pobre...», recuerda.

Terminó la carrera, atrasando un curso porque su madre la envió a cuidar unos bienes que había heredado cerca de Santiago, en A Barcia, donde había nueve vacas. Dice que no le importó: «Me gusta pensar que estudié, pero también que aprendí a cuidar la tierra. Las cosas de la aldea son más importantes que nada en el mundo, aunque la gente crea que no. Y la gente de la aldea es inteligentísima», dice.

El amor con Fernando 

Con la carrera terminada, se fue a Vilagarcía, donde se había asentado su familia. Conoció a Fernando, que ya era el doctor Quintela, un dentista nueve años mayor que ella que reconoce que le hizo tilín. Bailó con él en el casino vilagarciano en un tiempo en el que Lola se encaminaba a ser profesora. Un día él le propuso ir juntos a un baile en Pontevedra: «Yo ya me había anotado y lo había pagado, pero como insistió acepté porque me venía bien, que así mi hermana podía ir con mi apunte», dice la pícara de Lola. Esa noche él le dijo que si al día siguiente iban al cine y a Lola le pareció que Fernando iba un poco rápido. Pero, con todo, aceptó ver la película. Fueron novios dos años y se casaron. Ella tenía 28 años y él nueve más, «así que había que apurar con los hijos». No pudieron ir más veloces: tuvieron cuatro en cinco años. Lola se apartó de la vida laboral y se dedicó a cuidar a su prole. No se arrepiente. «Tenía trabajo, pero me gustó criarlos y preocuparme por sus estudios», dice.

Un día, Fernando enfermó. No se sabía exactamente qué tenía. Y hasta parecía depresión. Él le confesó algo: «Me dijo que tenía miedo a morirse y que yo me quedase sin trabajo y con los niños. Y me contó también que había una vacante en el instituto laboral y que debía intentar conseguir ese empleo de profesora». Lola lo logró. Comenzó a dar clases y le pasó algo curioso: «Cogí fama de buena y no me quedó más remedio que serlo, aunque yo quería ser una profesora exigente», dice entre risas. Los chavales le pusieron motes de películas a los profesores. A ella le adjudicaron el de Ha llegado un ángel de Marisol.

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Era buena, pero peleona. Luchó para que los docentes del instituto laboral, que no eran funcionarios, viesen ampliados sus derechos y, cuando rondaba los 50 y aún tenía a sus hijos casi bajo las faldas, se presentó a las oposiciones. Suspendió la primera vez e hincó codos a la segunda para que no se le escapase una plaza en la enseñanza pública. La logró y acabó desembarcando en el antiguo instituto Calvo Sotelo de Vilagarcía —ahora Castro Alobre— , donde enseñó a muchas generaciones que el sistema periódico es algo realmente increíble —conserva en casa numerosas tablas periódicas, algunas tan antiguas que contienen treinta elementos menos de los actualmente descubiertos—. Lola era también la profesora que iba con cestas de fruta y bocadillos para sus alumnos los días de selectividad.

Se jubiló a los 65 y tuvo la suerte de vivir muchos años del retiro con su marido, que falleció a los 98. Fernando tuvo que compartir a su mujer con Lar, porque ella fue una de las fundadoras de una entidad vilagarciana cuyo objetivo es ayudar a personas con enfermedades mentales. Lola montó una fábrica de osos para este colectivo. Tal cual: cosió miles de peluches para venderlos y recaudar fondos. Aún hoy tiene recortes de tela y de vez en cuando le da al género para su gente.

Vive con Clari, que la cuida y con la que comparte pasión por la cocina. Clari la anima a ponerse una blusa colorida y ella se la viste. Su hija Xulia llega y le pinta los labios. Ella se los retoca. Habría que decir que Lola tiene una memoria y una cabeza privilegiadas. Pero no le gustan los adjetivos. Digamos que es materia pura, que como tal ni se crea ni se destruye, sino que se ha transformado; de la joven que estudió ciencias en tiempos oscuros a la señora sin pelos en la lengua que mira las flores que le han regalado por su centenario y exclama: «¡Son muchas, y eso que no es mi entierro!».