Manuel y Ana, de O Retiro da Costiña: «Estamos 24 horas juntos, pero hay días que nos vemos muy poco»

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Dicen que no se parecen trabajando, que ella es ordenada de más y él muy caótico, pero en ese equilibrio está el éxito de este restaurante dos estrellas Michelin. «Primero está disfrutar, y luego el negocio», asegura el chef
30 sep 2025 . Actualizado a las 13:49 h.Al entrar en O Retiro da Costiña inmediatamente uno se da cuenta de que, a pesar de que unas escaleras separan la vivienda del restaurante, las barreras son inexistentes. Se respira casa, hogar, familia. Y no solo porque Manuel sea la tercera generación al frente del negocio, o porque comparta su vida con Ana, la jefa de sala, o porque sientan al equipo como parte de los suyos… Viven arriba y trabajan abajo, pero en realidad todo está unido. «Más que un trabajo o un negocio, es una forma de vida», dice Ana, que es pareja de Manuel desde hace casi un cuarto de siglo. Es complicado separar ambos mundos, pero aseguran, lo llevan bien. «Igual que te influyen las cosas personales cuando estás trabajando, hay veces que tienes que dejar lo que estás haciendo para ocuparte de algo personal. Es inevitable. No hay una separación, no hay una línea», dice Ana.
Cuando relatan cómo empezaron a trabajar juntos, Manuel advierte de que el tema tiene su aquel, y no decepciona. «Tuve la suerte de conocer a Ana en el trabajo. Mi amigo Jacinto hizo la cena de empresa de sus trabajadores en casa, en el restaurante, y ella estaba. Me gustó mucho aquella chica. Y Jacinto me decía: “Ni se te ocurra mirar para ella, es una de mis encargadas. Y eres capaz de robármela”». Enseguida fichó en qué tienda de Imaginarium estaba Ana, que después de estudiar Pedagogía, empezó a trabajar en esta empresa de juguetes educativos, y la fue a visitar. «Tuve que picar mucha piedra, pero a los dos años empezamos a salir», confiesa Manuel. Poco a poco, fue a más. Se fueron a vivir juntos a Santiago, pero llevaban una vida un poquito dispar. Ella tenía su horario, y Manuel tenía el suyo, que era contrario al de ella. Apenas coincidían para dormir juntos, así que cuando la hermana de Manuel se quedó embarazada y necesitó una persona de confianza que le echara una mano, se lo pidió a Ana. También para dar un pasito en la relación, «porque de noviazgo todo funciona muy bien, pero si no te gusta el mundo de la hostelería, es complicado». «El inicio fue intenso. Yo no conocía nada de este mundo. Tuve que aprender de cero, pero su hermana me lo enseñó todo», cuenta Ana, que al año de empezar a trabajar se casó con Manuel.
«Ana tiene muchas virtudes —interrumpe el chef—, defectos aún no se los he encontrado en todos estos años. ¿Sabes cómo la llamo yo? Cielito, desde el principio. Ella venía de estar de cara al público, siempre fue muy dinámica, y siempre supo entender bien a los clientes», explica Manuel. No hay duda de que el carácter y la formación de Ana es fundamental para atender a los clientes, y eso está ayudando al posicionamiento del negocio, que desde hace un par de años ha crecido con la inauguración de unas villas en una finca próxima, en la que ofrecen una experiencia completa en todos los sentidos, y de las que también se ocupa ella. Aunque le costó al principio, porque tuvo la sensación de que no iba a ser capaz de aprender todo lo que tenía que aprender —«a día de hoy, me doy cuenta de que nunca acabas de saberlo todo», apunta ella—, finalmente se dio cuenta de que sí, y nunca se arrepintió de sumarse al histórico negocio familiar fundado en 1939.
Martín, tras sus pasos

A pesar de que conviven 24 horas en los mismos espacios, confiesan que, curiosamente, no pasan tanto tiempo juntos. «Hay días que nos vemos muy poco», dice Manuel, que explica que, aunque la conexión entre cocina y sala es clave, hay una persona, la correpasillos, que se encarga de hacer el pedido a cocinar y después de llevar los platos ya elaborados. Aunque cuando hay que decir algo malo, la que entra es ella. Pero, insisten, en que no están 24/7 codo con codo, y que muchas veces no se ven hasta la hora de cenar en casa, donde apenas hablan de trabajo. Cuando llegan, ambos se vuelcan en Martín, su hijo de 10 años, que tiene pinta, aunque no guste a todos, de seguir los pasos de su padre, que no llegaba ni al mostrador cuando le daba la vuelta a las cajas de cerveza para servir quintos a los clientes. «Vas a la entrevista con el tutor, y te cuenta la mitad de la vida del restaurante. Es una forma de vida, como te decía. Está tan integrado en el día a día que él también lo ve normal», cuenta Ana.
«Mi madre —apunta Manuel— no quiere que Martín se dedique a esto. Se lo dice claramente y lo intenta convencer. Lo mismo que hizo en su día conmigo, y ese fue el error». «A ver, es sobre todo por los horarios, son muy sacrificados. Ella no quería que sus hijos se dedicaran a esto, porque ella ya lo había pasado. La hostelería de hace años no es la de ahora. Eran 24 horas, por eso no lo quería para sus hijos, pero ellos fueron más cabezones», dice Ana, que asegura que los abuelos y los tíos son fundamentales en la ecuación de la conciliación, porque ellos trabajan cuando la mayoría de la gente descansa.
Cuentan que Martín cuando llega del cole no entra en casa, sino que se cuela por donde están las mercancías, va a dar una vuelta a ver lo que hay, incluso pesca un par de onzas de chocolate en la pastelería, y pregunta a los empleados qué tal ha ido el día, si han tenido algún problema en el restaurante. «A mí me gusta. Yo un viernes o un sábado por la noche, no lo hago mucho porque si no, me machaca mi madre, y Ana tampoco quiere que lo haga, pero yo le tengo su chaquetilla con su nombre, su mandil y su gorrita, y en la cocina del pase, no la de abajo, lo pongo al lado de un chico de cocina, y le pone una florecita, o decora algún plato, colabora. Y él se marcha contento», relata Manuel, que confiesa que, aunque tenga ilusiones, las cosas no se pueden forzar, y que lo que le preocupa ahora mismo es que Martín coma bien y que aprenda a cocinar, lo suficiente para manejarse en el día a día. A Ana le es indiferente a lo que se dedique en el futuro, siempre y cuando le guste, porque tiene claro que una gran parte de su vida la va a pasar trabajando. «Yo me imagino que lo que le pasa a él, le pasa a todos los niños que tienen un negocio familiar. Es lo que ves. Y si además ves que tus padres, abuelos… disfrutan con ello. A la persona que más ilusión le hace este negocio es a Chucho, el padre de Manuel. Digamos que es un hijo más para él. Si te enseña la cocina, mira que no la habrá enseñado un trillón de veces, parece que la acaba de inaugurar. Y eso lo transmites. Los niños lo maman desde pequeños. Y cuando tú ves que la gente que vive contigo disfruta, pues piensas que tan malo no debe ser», dice Ana sobre su hijo, que le va cogiendo gustillo a este mundo e incluso ya tiene una lista de Michelines que quiere probar.
Como el día y la noche

Disfrute es una palabra que sale muchas veces de la boca de Manuel. Tiene muy claro, y así lo repite, que primero está el disfrutar y luego el negocio. «Buscamos disfrutar mucho con lo que hacemos para hacer disfrutar a la gente que viene a casa. Nosotros vendemos felicidad. Aquí la gente no viene enfadada, no viene a pleitear, no viene a que el médico le dé una mala noticia, no va a un juzgado a que le digan que si sí o no. Lo nuestro es muy especial porque trabajamos con ese sentimiento de felicidad. Y, además, es tan bueno que te genera un poquito de adicción. Tú tratas bien a la gente, y esa sonrisa es inmediata. Todo lo que va ocurriendo, que aquí es una sintonía que tiene que sonar muy bien cuando todo está ordenado y funciona como Dios manda, y el cliente está receptivo, es una explosión de emociones, que es lo que estamos buscando», señala Manuel. Él no oculta que en el nivel de excelencia en el que se mueven hay un pelín de tensión, necesaria, por otra parte, para no bajar el ritmo. Los roces, cuando existen, son pequeños, y muchas veces se solucionan con una sonrisa. «La discusión empieza en el trabajo y termina en casa. Yo no soy capaz de salir por la puerta y olvidarme», añade Ana.
No se parecen en nada en la manera de trabajar, dicen que son como el día y la noche. Ella organizada «de más», y él, en el otro extremo, caótico. Pero en ese equilibrio está el éxito del restaurante dos estrellas Michelin. «Lo que compartimos a la hora de trabajar es el resultado, vamos por caminos diferentes, pero queremos llegar al mismo lugar», dice Ana. En el mundo de la hostelería, apunta Manuel, hay que estar siempre en una constante evolución, y confiesa que esto a veces puede conllevar un poco de caos. «Si no se hacen las cosas, si no se hacen las obras, no hay progreso —asegura el cocinero—. Si esperas al momento ideal, nunca llega. Ahora mismo tengo tres en proceso. ¿Que con una llegaba? Sí, pero el año pasa, y tenemos que cumplir objetivos. El que viene es otro, y tendrá otros». «Si fuera yo, tendría el proyecto cerrado, los materiales en el almacén, la agenda toda cubierta, y luego empezaría la obra. Claro, la terminaría cuatro años después», dice ella.
Pero la conexión entre ellos es tal, que se entienden «por bluetooth», no hablan. Con una mirada ya saben si tienen que ir para la izquierda o para la derecha. Y ese nexo que hay entre sala y cocina, entre las que suele existir mucha rivalidad, porque cada uno tira por su área, es clave. Esa confianza casi ciega que tienen en el otro, que creen no habría con ninguna otra persona, es uno de los «pequeños detalles» para que todo funcione como un reloj suizo. A la una de la tarde, los 16 del equipo hacen clic y se ponen en modo partido de fútbol, y no pierden la concentración hasta que no terminan, y eso, afirman, se nota. «Si yo entro en ese modo, mi equipo entra en ese modo. No hay tonterías. Este es el trabajo más duro que tiene el restaurante», señala Manuel. El tándem está compensado en todos los sentidos. Ana es la parte «empática», y Manuel «el ogro, de cara al personal», porque siempre tiene que haber un poli bueno y otro malo. «Si meten la pata, me lo cuentan a mí, no a él. A él hay cosas que no se atreven a decirle, y si yo no estoy, cuando llego, me van dando recados por un lado y por el otro, y voy limando asperezas. A veces tienes que tirar para un lado, pero, en general, intentas que haya un equilibrio».
Dan servicio de miércoles a domingo al mediodía, y viernes y sábado de noche, pero que no abran al público no quiere decir que no trabajen. A fin de cuentas, aunque llaman casa a todo el edificio, su vivienda está en la parte de arriba, también la de sus padres. Aun así, cuando descansan, Manuel no suelta la cocina. Dice Ana que no le deja, que ella «hace muy mal de comer», pero tiene que asumir que la comida favorita de Martín es el pollo a la plancha con arroz de su madre.
También suelen comer fuera, porque les encanta ponerse del lado del cliente, que es la filosofía que intenta trasladar a su equipo, al que también considera, en parte por la edad, —podían ser sus hijos, dicen— y por la relación que tienen, de la familia. «Nosotros hacemos esto para que la gente venga y disfrute. Y no os olvidéis nunca de poneros en los zapatos del cliente. Porque cuando entra por esa puerta, sus aspiraciones y sus deseos hay que cumplirlos. Y esto, si no te pones del otro lado, no lo llegas a entender. Hay que practicarlo».