Ana Rivero, taquígrafa en el Congreso durante 50 años: «Tenemos que apuntarlo todo, hasta el ''oohhh'' que sonó cuando Pablo Iglesias y José Luis Ábalos se dieron un abrazo»

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Fue de las primeras mujeres en acceder al cuerpo y ha vivido los momentos clave de la democracia desde un lugar privilegiado. «¡Cuántas veces he agachado la cabeza porque me moría de risa!», dice
11 oct 2025 . Actualizado a las 08:19 h.Ha vivido un cambio de régimen, un golpe de Estado, una pandemia, la coronación de dos reyes, la investidura de siete presidentes del Gobierno, decenas de ministros y centenares de parlamentarios. Ana Rivero (Madrid, 1954) es la mujer que más legislaturas ha completado el Congreso de los Diputados, aunque nunca ha subido a la tribuna de oradores, sino que ha estado siempre a sus pies, en la mesa de taquígrafos. Durante 50 años ha dedicado su vida a transcribir todo lo que sucedía en el hemiciclo. Todo. Incluso lo que no se dice con palabras, también queda registrado en los Diarios de Sesiones.
Ana estudió el bachillerato laboral, y curiosamente suspendió taquigrafía. Cuando llegó a casa con las notas, su padre —que era profesor de taquigrafía, aunque nunca llegó a aprobar las oposiciones, porque tenía dos trabajos, eran siete en casa «y no le daba la vida»—, que ya había preparado a su tío para ser taquígrafo del Congreso, se echó las manos a la cabeza. La dejó sin vacaciones de verano, no le permitió irse al pueblo con su hermano, y se quedó en Madrid. Aprendió una taquigrafía diferente, más rápida, que le sirvió para sacar un 10. Aprobó las oposiciones para la Administración del Estado, y eligió Exteriores con la idea de viajar. Y al mismo tiempo, decidió presentarse a un concurso de taquigrafía recompensado con mil pesetas. Las que se llevó ella.
Con 18 años, se convirtió en la taquígrafa más veloz de España. Por las mañanas, trabajaba en Exteriores, y por la tarde, además de estudiar inglés y francés, comenzó a ir a la academia gratuita del Congreso, donde iban los que se querían presentar al puesto del hemiciclo. En un principio ella no tenía esa intención, pero al cabo de dos meses decidió intentarlo. Su padre le advirtió que era «dificilísimo», pero eso no la desanimó. Iba a clase dos horas todos los días, incluso los sábados. Le costó varios intentos, pero con 21 años —lo había intentado con 18, y tuvieron que bajar la edad de la convocatoria para que ella pudiera presentarse, porque exigía tener tres años más— se convirtió en la más joven de todo el cuerpo, en el que ha estado trabajando hasta el año pasado, que se jubiló. Un testimonio único sobre medio siglo de política española que ahora ha recopilado, junto a Ana I. Gracia, en Luz y taquigrafía. Cincuenta años transcribiendo la Historia de España.
Todavía recuerda su primera sesión. Dice que lo pasó fatal, que le temblaba todo y no paraba de sudar. Solo bajaba la cabeza y pensaba: «Tierra, trágame». Asegura que plantarse con 21 añitos en un hemiciclo integrado por 350 hombres —había muy pocas mujeres— imponía bastante. Y que cuando en su primera semana vio cómo un redactor le tiró las hojas transcritas a un compañero que ya peinaba canas, y este cogió la máquina de escribir y la estampó contra el suelo, solo le entraron ganas de salir corriendo. Las cosas han ido cambiando significativamente en estos 50 años. Cuando ella entró no estaba permitido usar grabadora, pero ella, ni corta ni perezosa, cogió un cuaderno, hizo un agujero y metió una, que solo encendía la media hora del pleno. «En una pausa para votar, se me acerca un diputado y me dice: “Señorita, ¿qué lleva ahí dentro?”. Un color se me iba y otro se me venía. Le dije: «¿Por qué?». «Porque tiene usted una luz roja», le contestó él, que le preguntó por qué no la llevaba abiertamente, y le explicó que no le dejaban.
«Ahora hay vídeos, hay inteligencia artificial, grabaciones... Pero una cosa es el lenguaje hablado, y otra el escrito. Hay muchísimos latiguillos, muchísimas imperfecciones, contradicciones... Un documento oficial, como es el Diario de Sesiones, público, transparente y no manipulable, tiene que ser un documento serio y legible, no puede ser un churro. Hay veces que hay que contrastar todo lo que dice el orador, tanto de fondo como de forma. Si ves que se ha equivocado y es un error de bulto, se le corrige». Aunque a veces, explica, es intencionado. «Si es así, hay que dejárselo. La primera vez que nos salió la palabra miembras, dijimos: “¡Qué barbaridad!”, no existe para la Real Academia, que es nuestra Biblia. Pero la segunda, pensamos: “¿Y si estamos equivocadas nosotras?”. Y a partir de ahí, como el lenguaje se ha feminizado, tuvimos que dejárselo. Igual que la primera vez que se subió a la tribuna un diputado, no sé si era de Podemos, Sumar o IU, y dijo: “Porque nosotras...”. Pensamos: “Vaya error”. No, no, es que fue adrede. Hay que tener mucho cuidado para no pasarnos de listas».
Pero si tienen la mínima duda, hay que llamarlo y decirle: «“Mire, usted ha dicho esto, ¿se habrá equivocado?”. Ocurre muchísimo con los Presupuestos. Los números, los programas, los modifican.. Ahora es más fácil porque hay Google, pero cuando yo empecé no había nada. Íbamos a pelo», cuenta Ana, que confiesa que, al principio, por su inexperiencia lo pasaba muy mal. Dice que cómo le iba a corregir ella a un diputado, si no entendía lo que decía. Así se puso a estudiar Derecho, «que te da una pátina para comprender los discursos de los oradores», y aunque también hizo el doctorado, nunca llegó a presentar la tesis.
Pero la taquigrafía no se limita a la mera transcripción de discursos, sino que va más allá. «Recoger las palabras del orador ya lo hace la inteligencia artificial, pero poner eso por escrito, con sentido, corrigiendo defectos y no apropiándose del estilo del orador, recoger los gestos... No es fácil». Ella fue durante medio siglo los ojos del hemiciclo. Captaba todo lo que allí acontecía. También cuando las Femen irrumpieron en el Congreso mientras se estaba discutiendo la ley del aborto. «Pasaron los controles de la policía sin ningún problema, pero cuando se puso a hablar el ministro, resulta que se quitaron las camisetas, dejaron el pecho al desnudo, se agarraron a las columnas... Querían hacerse notar. Todo eso tuvimos que recogerlo. Es decir, «varias señoras se quitan la camiseta, llevan en el pecho escrito “aborto es sagrado”. Un diputado dijo: “Bien”. Otro: “Fuera”. El presidente: “Que las echen”. Esto nunca lo va a recoger la inteligencia artificial». Igual que cuando un diputado dice: «Ustedes, nos quieren así», y se tapa los ojos, la boca y los oídos. Si solo pones «así», no lo entiendes, hay que explicar que «el señor diputado con ambas manos se tapa los ojos...».
SE RECOGE CASI TODO
Insiste en que se recoge todo, también el «ohhhh» que sonó en el Congreso cuando Pablo Iglesias y José Luis Ábalos se fundieron en un abrazo tras el debate de investidura, pero todo lo que tiene trascendencia. Por ejemplo, no se incluyó que Carolina Bescansa se presentó con su bebé en señal de protesta —«Celia Villalobos le comentó que en el Congreso había servicio de guardería, pero no le dio la gana, y además vino con una cuidadora», asegura Ana— y aunque Pablo Iglesias le hizo arrumacos, el gesto no provocó ni una palabra por parte del resto de diputados, por lo tanto, no se pudo contar.
Confiesa que ha tenido que aguantar la risa y la emoción durante los discursos, «como invitados de piedra que son». Solo se les permite levantarse de las sillas cuando hay un minuto de silencio o en la apertura de la legislatura. «¡Pero cuántas veces he tenido que bajar la cabeza, porque me estaba muriendo de la risa, y alguna para contener las lágrimas de las cosas que estaba escuchando!», exclama Ana, a la vez que asegura que los discursos ya no son como eran. «Fíjate cómo serían los debates constituyentes de la Constitución, yo por aquel entonces era taquígrafa de base —en el siguiente escalón están los redactores de comisión, y luego los redactores, cargo que ella ocupó 22 años, luego está el jefe de servicio, que lo fue durante 15 años, y por último, el jefe del departamento— y entrábamos cada cinco minutos, con el fin de que cuando el pleno terminara, el documento estuviera publicado ya. La inmediatez ha sido siempre fundamental. Eran jornadas maratonianas, de 13-14 horas, pero los oradores eran tan buenos que yo salía y le decía a mi compañero que me dejara leer su turno para saber cómo había acabado el discurso», señala Ana, que explica que el sistema sigue siendo más o menos el mismo, aunque los tiempos han variado un poco, porque existen otras herramientas.
Dice que el discurso de Adolfo Suárez de 1976 cuando dio por aprobada la Ley de la Reforma Política «es para enmarcar». También los de los padres de la Constitución. «Cógete un Diario de Sesiones de aquella épocas, son biblias». Y nombra a Carlos Solchaga, Garrigues Walker, Josep Borrell, Soraya Sáenz de Santamaría, Inés Arrimadas o Fernández Ordóñez como algunos de los mejores oradores que han pasado por el Congreso. «Fraga era muy bueno, pero muy rápido. No me costaba seguirle, porque yo siempre he sido brutalmente rápida, el problema es que no se le entendía. Lo tenía que llamar después para preguntarle», dice esta madrileña, pero gallega de adopción, que desde hace 40 años veranea en Cambados, donde piensa retirarse en cuanto se jubile su marido.
No tiene duda de que el lenguaje y la forma de expresarse ha ido cambiando con los años. «Antes se hacían verdaderos discursos, con fondo y forma. Ahora, también se ha reducido mucho el tiempo; en cinco minutos tienen que exponer rápidamente lo que opinan, y tiene que ser algo corto y con titulares atractivos para salir en los medios, porque ahora se dedican más a salir que a convencer a la gente». Los nuevos tiempos se han dejado notar evidentemente en el templo de la democracia. Recuerda cómo antes los diputados iban con traje y corbata, y ahora, que ya no se exige ese código de vestimenta, indica que se ven zapatillas y pantalones cortos. «Una vez hacía mucho calor, y Pepe Bono le mandó una corbata a Miguel Sebastián, que era ministro entonces, para que se la pusiera. Imagínate si ha cambiado». Antes, también era «el pan nuestro de cada día» que dos diputados enfrentados en el Congreso mantuvieran una relación personal estrecha. «Se insultaban, y luego se tomaban café juntos. Ahora, por lo que me dicen los camareros de la cafetería, eso ya no pasa tanto», asegura esta memoria viva de los primeros 50 años de democracia, que si tuviera que elegir un momento histórico, se queda con la aprobación de la Constitución.