«El Perfume», la serie: «¿Qué me estás haciendo?»

PLATA O PLOMO

Perturbador «thriller» alemán de solo seis episodios que emparenta con la novela de Patrick Süskind y, sin embargo, sin ser una adaptación (ni pretender serlo), es algo completamente distinto. Merece la pena

12 feb 2019 . Actualizado a las 15:16 h.

Que El Perfume sea anzuelo, lejos de tentación, puede llegar a causar el efecto contrario: tanto la novela firmada por Patrick Suskind como su posterior adaptación cinematográfica son tan fascinantes como desapacibles, productos muy logrados pero nada ligeros de digerir, geniales de cualquier manera que no, no precisaban una serie que de nuevo regresase al perfumista asesino. Todo el mérito de este breve thriller alemán -solo seis episodios- reside, sin embargo, justo aquí: en casar con portentosa elegancia obra original y derivada. Sopapo en la boca para los que dijimos «esto bah», y la esquivamos durante semanas.

Pasen y vean, que El Perfume, la serie, no es el cuento del sádico Grenouille adaptado a los tiempos modernos: es una experiencia completamente distinta, más pulcra y compleja que, capa a capa, acierta a presentar, ejecutar y resolver varios crímenes al tiempo que nos presenta una sádica galería de personajes que nadie quisiera cerca, pero tampoco muy lejos. Una vez completada la ingesta -que seguro será compulsiva o no, requiere reposo tras cada bocado-, uno se da cuenta de que las producciones emparentadas (película y miniserie) se encuentran más de lo esperado: en el obvio protagonismo del olfato como sentido incansable, tremendo su poder de convocatoria; en la búsqueda constante de la sensación -como en aquel poema de Daniel Valdés, «prefiero que me duela a que me traspase, que me haga daño a que me ignore»-; en la ancestral necesidad de ser, de sentirse, amado.

El Perfume, estrenada en Netflix el pasado 21 de diciembre, traslada todo este sustrato al actual Bajo Rin. Ya el arranque parece imantado: un niño pelirrojísimo, que no habla ni una sola palabra, correteando por un jardín húmedo con un largo mechón de pelo aferrado en una mano. Pertenece a su madre, Katharina Läufer, una atractiva cantante local cuyo cuerpo flota sin vida en la piscina de la casa vecina con la cabeza rasurada y el pubis y las axilas, mutilados

No será ella la única mujer que aparezca sin pulso y con las glándulas sudoríparas extirpadas. La investigación, a cargo de un sugestivo equipo policial, girará en torno a cinco colegas -Elena Seliger (Natalia Belitski), Roman Seliger (Ken Duken), Moritz de Vries (August Diehl), Daniel Sluiter (Christian Friedel) y Thomas Butsche (Trystan Pütter)-, íntimos durante sus años de juventud, una vez superada la inocencia, tan carente, tan impúdica y tan incauta la etapa la posterior. Algo pasó hace veinte años en una época que era amarilla (rodada en 16 mm), y todos están al tanto. Pero algo les pasó a cada uno de ellos también entonces -o desde entonces- que hizo de aquel espacio soleado un lugar frío, húmedo y verdoso; marchito. Frígido. Anósmico.

Resultan más de cinco las criaturas que están rotas en esta miniserie con impecable fotografía de Jakub Bejnarowicz, pero eso el espectador no lo descubre hasta que intenta coger aire entre tanta y tanta densidad, sin nada amable a lo que sujetarse. Todo es apático: incluso los niños son siniestros; los buenos, perturbados. Los instintos, bajísimos. Y animales.

Lo que, en definitiva, nos hace movernos.

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