La artista búlgara Liliya Pobornikova, con taller en Tomiño, ha tallado más de 130 obras de gran tamaño en 38 Estados. «Mis diseños funcionan muy bien en Asia, apuestan más por el arte»
21 dic 2024 . Actualizado a las 11:35 h.«He tallado con frío, viento, lluvia, tifones y hasta terremotos, como me ocurrió en Guatemala». También ha trabajado a menos ocho grados, en el hotel de hielo de Suecia, donde creó una de las gélidas estancias efímeras del establecimiento. Liliya Pobornikova (Ruse, Bulgaria, 1979) tiene más kilómetros encima que muchas estrellas del rock. Sus obras suenan a naturaleza y surgen en sus paseos por las playas de las Rías Baixas o por los senderos que recorre en Tomiño, donde tiene su taller, o en Tui, donde vive.
Estudió arte en su Bulgaria natal desde los 13 años. Era muy joven cuando empezó a subirse a aviones para ensanchar su talento, primero para asistir a cursos y después para dejar por el mundo más de 130 obras de gran tamaño que se pueden visitar en países como China, Taiwán, Brasil, Arabia Saudí, Alemania, Italia, Turquía, Egipto, Dinamarca... Así hasta 38 Estados. «Un año hice esculturas en once países distintos, ahora viajo menos porque tengo una niña». Esta semana cumplió 45 años, más de 30 los ha dedicado a sacar formas de bloques de piedra o madera, pero también moldeando bronce o hierro.
Son obras de gran tamaño, la mayoría de entre dos y cinco metros que se pueden visitar en espacios públicos. Es muy aclamada en Asia, donde repite como escultora en muchos de los simposios de arte del continente. «Mis diseños funcionan muy bien en Asia. Además yo me presento a muchos simposios allí porque me gusta mucho su cultura y trabajo muy bien. Además, está el hecho de que en Taiwán, por ejemplo, se hace mucha obra artística pública, apuestan más por el arte».
Sus piezas también son conocida en Tomiño, donde esculpió una pieza gigante a partir de un bloque de madera de siete metros, que pertenecía a un árbol caído de más de 350 años. Fue un punto de referencia en la localidad para vecinos y visitantes. «Es una de mis piezas favoritas, tuve mucha suerte de poder trabajarlo. Lo disfruté y sufrí, porque era enorme». Aunque uno de los retos más curiosos fue esculpir el hielo del hospedaje más gélido del planeta. «En el hotel de hielo de Suecia las habitaciones tenían muy poca luz, solo veías siluetas, era distinto trabajar allí, como dentro de un cuento una noche de luna llena».
Parte del trabajo consiste en diseñar el proyecto y presentarse a los concursos internacionales. Pero lo más apasionante es subirse a un avión, con unas pocas herramientas en la maleta, y meterse de lleno en la talla de las piezas. Supone tener un tiempo limitado, pero también medios ajustados. «En el taller tienes lo que necesitas, pero cuando haces la maleta tienes que escoger porque sabes que solo puedes llevarte lo que se pueda transportar en avión y en una maleta de 23 kilos». Acostumbrada a trabajar con motosierras, rebarbadoras y todo tipo de maquinaria, lo más complicado no es manejar estos aparatos, sino tener que prescindir de ellos.
La elaboración de una escultura en un simposio es una labor intensa que puede durar varias semanas en las que el trabajo se concentra e incluso engancha. «Cansa mucho, pero tienes la satisfacción de que has conseguido algo grande de un material muy duro. Pero es verdad que después de cada convención me da un bajón de energía y tengo que descansar una semana».
Desde que nació su hija, viaja menos y trabaja más en su taller de Tomiño, donde crea cerámica y piezas con esmalte. También ha participado en un proyecto que, uniendo arte y ciencia, conectó a cinco escultores internacionales con cinco investigadores marinos en Vigo. «Tuve la suerte de conocer a Estefanía Paredes que me enseñó todo de los erizos de mar y los mejillones». Su creación en madera se pudo visitar hasta el 15 de septiembre en el edificio Redeiras de la Universidade de Vigo y emprende ahora una fase itinerante, como la creadora.
Con una trayectoria tan internacional la pregunta es por qué vive en Galicia, donde apenas hay mercado para su obra. «Tuve una propuesta para ir a Taiwán a dar clase con mi marido, Nando Álvarez, que también es escultor, pero no queremos mudarnos. Tengo la suerte de poder vivir bien con lo que hago y la vida en Galicia es muy interesante». Sería complicado si tuviera que ganarse el sueldo con las ventas a este lado del mundo. De las decenas de piezas que le piden por internet, solo dos se han quedado en España, y se han ido para Levante, para extranjeros. «Aquí muy poca gente compra arte».
Para quien creció en un entorno urbano en Bulgaria y descubrió la vida rural en Tomiño, lo exótico no es visitar la Gran Muralla china, sino moverse entre xestas. «Es más fácil en un sitio pequeño, los vecinos viven alejados y entienden que los artistas hacen ruido y polvo», bromea. Pasear por el entorno moldea sus obras, inspiradas en las formas de la naturaleza, con siluetas orgánicas y redondeadas. «Si vas a la playa, coges arena y observas con una lupa, encuentras obras, no para una vida, sino para diez vidas». Formas que se acaban convirtiendo en esculturas que engendra en Galicia, pero que nacen y lucen al otro lado del mundo.
Su canción favorita
«Calling my mermaid», de Mystic Diversions. «Es el tipo de música que me gusta escuchar. Siempre trabajo con música, eso son muchas horas. Cambio de estilo con frecuencia, pero suele ser chill out, o metal alternativo, pero últimamente esto es lo que escucho. Es repetitivo, para centrarme en la escultura».