Poco acostumbrados a la grasa con la que se cocina en nuestro país, los foráneos dejaban constancia de la repulsión que les generaba la manteca de cerdo y el aceite de oliva, productos que incluso les producían malestar cuando los ingerían
30 may 2019 . Actualizado a las 12:44 h.Lo que hoy en día es para muchos la mejor cocina del mundo, otrora tuvo una fama bien distinta. En parte, gracias al ingrediente principal de los platos: la grasa. Que impregna nuestro gusto e idiosincrasia culinaria de principio a fin. Hay que recordar, para empezar, que en el siglo XVIII las mantequillas eran algo completamente distinto a lo hoy entendemos por tales: de aquella eran las mantecas o natas de leche batidas y mezcladas con azúcar, colorantes y aromatizantes. Tales elaboraciones resultaban difíciles y costosas de realizar, y por lo tanto, eran muy apreciadas entre las clases altas, que solían comerlas entre los principios o entrantes de los grandes banquetes. Domingo Hernández Maceras, cocinero del Colegio Mayor de Oviedo en la Universidad de Salamanca, incluyó en su Libro del arte de cozina (1607) las mantequillas de Baeza como aperitivo idóneo en invierno, única época del año en la que se podía comprar este tipo de producto con garantía de frescura debido a las bajas temperaturas. En 1747, año de la publicación del recetario Arte de repostería del leonés Juan de la Mata, en Madrid seguía estando de moda servir mantequilla dulce al comienzo de las comidas refinadas. Se dejaba ablandar lo suficiente como para «hilarla» o pasarla por un colador del que caían hilos de manteca con los que hacer figuras en forma de «granada, alcachofa, escudo de armas, etc.», y que luego se mezclaba con almendra molida o flor de borraja.
Semejante exquisitez no desmerecía en nada a las ya célebres mantequillas de Soria, que el mismo autor explicaba cómo elaborar y que a finales del XVIII eran tan populares en la corte que solían ser objeto de adulteraciones y fraudes de todo tipo. Esta golosa delicatessen no solo acaparaba casi toda la materia prima que como manteca de ovejas, cabras o vacas llegaba a las ciudades, sino que ayudaba a enmascarar el tufillo rancio que estas pudieran tener por falta de frescura e higiene. La manteca a secas era escasa y salvo en regiones muy concretas y ricas en ganadería no se usaba para cocinar. También su sabor debía de ser bastante deleznable, a tenor de los testimonios que sobre ella nos han llegado. Agrias declaraciones de guerra al aceite de oliva y ascos eternos a la manteca española trufan los relatos de viaje de los extranjeros que pisaron España en aquellos tiempos y que no estaban acostumbrados a nuestra particular gastronomía. Porque si hay algo que distingue la cocina tradicional de un lugar de la de otro, es la grasa. Como aliño, como medio de cocción, como todo. Y uno de los mayores choques culturales que depara una gastronomía ajena es la de ese sabor que inunda todos y cada uno de sus platos, ya sea manteca de cerdo, aceite vegetal o mantequilla.
Mantequilleros y aceiteros
Así pues, los extranjeros que visitaban España y que venían de países amantes de la grasa láctea como Francia, Inglaterra, Holanda u otros muchos, sufrían terriblemente en cuanto se enfrentaban a una receta genuinamente española. No olvidemos que la afición por la diversidad o los aventureros del paladar son fenómenos relativamente recientes, así que muchos de aquellos románticos que vinieron en busca del exotismo ibérico sencillamente abominaron nuestra dieta. En aquel entonces aquí se cocinaba o con aceite de oliva o con manteca de cerdo. La manteca de vacas era muy rara y las otras (de oveja o cabra) tenían para los visitantes un regusto extraño y un claro inconveniente: al mercado no llegan frescas sino embutidas en tripas y a veces incluso fermentadas. Madame d'Aulnoy, baronesa francesa que vivió en nuestro país entre 1675 y 1685, dejó constancia de este drama en su Relación del viaje de España diciendo que la manteca de leche era casi imposible de adquirir y cuando la había venía «de muy lejos, metida en tripas de cerdo y llena de gusanos, lo cual no quita para que sea más cara que la francesa». Agregaba después que a pesar de que le gustara, cada vez que probaba el aceite le hacía daño, cosa que no es de extrañar si tenemos en cuenta que los estómagos foráneos no estaban acostumbrados ni al gusto ni a la pesadez del aceite de oliva de esa época, conservado en malas condiciones y de gusto ácido y rancio. Tanto, que no fueron pocos los viajeros que demostraron su horror ante la visión de venteros y cocineras echando directamente el aceite lampante en las salsas de las fondas. Los españoles identificaban el aceite de sabor fuerte como el mejor, mientras que los viajeros suspiraban por la mantequilla de sus países de origen.
Richard Ford hizo constar en sus numerosos libros sobre las costumbres de nuestro país que en Galicia, Cantabria y Soria sí que había mantequilla aunque a su gusto no era comparable con la inglesa, y que para conseguirla en Madrid era necesario comprar la llamada manteca de Flandes (importada de Holanda, Dinamarca e Irlanda y mezclada con nitrato potásico para su conservación) o ser embajador. Los afortunados diplomáticos tenían acceso a la exclusiva manteca de vacas elaborada en la granja lechera de la reina María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, quien la montó en 1833 en la Casa de Campo por añorar la mantequilla italiana. A partir de mediados del siglo XIX y gracias entre otras cosas a la creciente popularidad de la gastronomía francesa y a la mejora de la industria, la ganadería y las comunicaciones nacieron las primeras empresas mantequilleras españolas en Asturias. Para entonces, su producto ya había pasado de ser manteca a mantequilla en elegante diminutivo.
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