Cuando nos encaminamos hacia el temido otoño —que algunos anuncian como el «de nuestro descontento»— no estará mal detenerse en algunos hechos y tendencias que caracterizan este momento tan particular. Para empezar, parece evidente que volvemos al trabajo envueltos en una nube de desasosiego. En los últimos meses ha resonado una especie de carpe díem: vamos a disfrutar del verano (la casi plena recuperación del turismo va en esa dirección), que para después nos está esperando una muy gorda. ¿Será para tanto?
Resulta poco tranquilizadora la omnipresencia de tres palabras críticas: energía, inflación y recesión. Todo condicionado por el entorno de tensiones geoestratégicas y por algunas disrupciones políticas (como el casi seguro y próximo triunfo de la extrema derecha italiana). Si en medio de tanta incertidumbre hay algo que podemos dar por cierto es que los próximos meses serán de dificultad extrema en materia energética. La combinación de escasez y carestía puede provocar alteraciones profundas en los sistemas productivos de algunos países, como Alemania, lo que dejará efectos sobre el conjunto europeo. Acaso lo peor sean las contraproducentes medidas a largo plazo —como la reciente bajada del IVA al gas en España— y el daño que puede hacer a las políticas contra el cambio climático, que ahora experimentan notables retrocesos.
Respecto a la evolución de los precios, las tensiones inflacionistas se están manteniendo más intensas y duraderas de lo que casi todas las predicciones auguraban. De hecho, es notable que en España se haya cumplido un trimestre por encima del umbral crítico del 10 %. Y con respecto a la recesión, en la que EE. UU. ya se encuentra técnicamente sumido, las economías europeas centrales se encaminan con fuerza en esa dirección: no hay duda de que dentro de seis meses el conjunto de la eurozona se encontrará en recesión. El deterioro de la confianza empresarial es una señal inequívoca. Además, algunas decisiones políticas van a apuntalar esa tendencia. De un modo destacado, el BCE, atenazado por difíciles dilemas, dará prioridad a la lucha contra la inflación (y quizá también a una cierta defensa del euro), procediendo casi de inmediato a subidas adicionales de tipos.
Lo que viene es, por tanto, un cuadro complejo y difícil. Pero no necesariamente dramático: porque hay mucho ruido, muchos mensajes que hablan de caos y de abismos —a veces indistinguibles del juego político sucio— que en mi opinión están totalmente injustificados. Una lectura más completa de los datos muestra también elementos interesantes de oportunidad e invita a un cierto optimismo. No es mala cosa, por ejemplo, que la UE se esté abriendo a una nueva y muy reclamada política de intervención sobre los mercados energéticos.
También en materia de inflación hay algunas buenas noticias: los precios de numerosas materias primas van ahora a la baja y ni en España ni en otros países se han producido los temidos efectos de segunda ronda. Aunque desesperen por su lentitud, los precios deben ir bajando en los próximos meses. Y en cuanto a la recesión, siendo segura, para el caso de España probablemente no será muy intensa, y en todo caso compatible con un crecimiento, este año, por encima del 4 %. En esas condiciones, un exceso de dramatismo está fuera de lugar. Como lo están las advertencias sobre un default de países como España: recordemos que la prima de riesgo ronda ahora los 120 puntos básicos, muy lejos de los 650 que alcanzó cuando, hace una década, esa posibilidad era muy real.
Cuidado, por tanto, con los oráculos siniestros, pues afectan a las expectativas de los agentes económicos. No vayamos a caer en el error —y horror— de las profecías autocumplidas.