Por qué al final siempre te comes las patatas fritas que te ponen en el bar

COCINA SALUDABLE

El cerebro es, en gran medida, responsable de nuestra alimentación. La industria se aprovecha de que algunas combinaciones de nutrientes causan el mismo impacto en el centro de placer del cerebro que la cocaína

27 may 2022 . Actualizado a las 14:02 h.

Las galletas Oreo son las preferidas de los estadounidenses. Por eso, hace diez años no gustaron nada las conclusiones de un estudio de la Universidad de Connecticut en las que se establecía que el consumo de este dulce podía generar tanta adicción como la cocaína. Pese a que no ha pasado tanto tiempo desde la publicación de esta investigación, entonces la idea de relacionar una droga que causa estragos con la merienda que muchos padres dan a sus hijos dejó a más de uno sin palabras. Hoy, con una conciencia más generalizada sobre lo que supone una buena alimentación y, sobre todo, sobre lo que acarrea una mala, sorprende menos. Lo que llama la atención es que a efectos prácticos todo siga igual. ¿Es realmente tan difícil cambiar los patrones alimenticios?, ¿por qué en momentos personales complicados nos lanzamos a un helado de chocolate y no a unas acelgas?, ¿qué determina que las coles de Bruselas sean detestadas por la mayoría de mortales y el jamón ibérico esté considerado un manjar?

El cerebro es, en gran medida, responsable de nuestras elecciones alimentarias, la industria lo sabe y se aprovecha de ello. Por otro lado, arrastramos asociaciones de la era primitiva que en la actualidad nos perjudican más que otra cosa (nuestro cuerpo deduce que el sabor amargo es tóxico y, en un primer momento, lo rechaza). Y la guinda del pastel: la cabeza se vuelve loca ante la cantidad de estímulos de la época hipercapitalista que nos ha tocado vivir. «Tenemos comida disponible 24 horas al día, en su mayoría insana, y la vida social, además, tiene lugar alrededor de una mesa», comenta Diego Redolar, doctor en Neurociencias por la Universitat Autònoma de Barcelona. Pero abramos los melones uno por uno.

 

En plena pandemia, al 65 % de los españoles les preocupaba llevar una vida saludable. Justo en el confinamiento comenzaron a brotar en las redes sociales cuentas cuyo único cometido era (y es, porque la mayoría de sus creadores se han convertido en verdaderos gurús de la alimentación) enseñar a comer. El Ministerio de Consumo, capitaneado por Alberto Garzón, se ha propuesto, con iniciativas más o menos acertadas, llevar a los ciudadanos por el buen camino en el supermercado. Y bastantes marcas están haciendo un lavado de imagen sabiendo que el perfil de consumidor responsable empieza a ser mayoritario. Entonces, ¿por qué ha aumentado cinco puntos el consumo de platos preparados y otros cinco el de bollería desde que llegó el nuevo milenio? Las razones económicas son evidentes: precariedad laboral, una pandemia que arrasó con infinidad de sueldos y, en la actualidad, las consecuencias de una guerra que en España se traducen en el precio al alza de la cesta de la compra. Pero hay más.

qué quiere el cerebro

«El cerebro tiene unas preferencias claras e innatas por los hidratos de carbono de absorción rápida y las grasas por el tipo de información que, cuando los consumimos, llega a nuestro cerebro. Las zonas que activan este tipo de alimentos nos hacen sentir placer», comenta Redolar. Añade Pablo Zumaquero, experto en Ciencia y Tecnología de los Alimentos, que «esta combinación de hidratos de carbono más grasa, que puede ser aceite o mantequilla, siempre triunfa en nuestro cerebro. A todo el mundo le gustan las patatas fritas, y con la bollería industrial pasa lo mismo: es harina con azúcar, aceite de palma y también un punto de sal, que nos impulsa a seguir comiendo. La industria sabe qué pide nuestro cuerpo y nos lo da, el problema es que tiene consecuencias nefastas y por eso debería estar regulado de algún modo; en España existe Nutriscore, pero a mí no me parece útil».

Lo explica Redolar: «Cuando comemos determinados productos, como los ultraprocesados, se activa nuestro sistema de recompensa de manera similar a si consumiésemos cocaína. No causa los mismos cambios en el cerebro, pero un consumo habitual de azúcar, por ejemplo, nos provoca un deseo intenso de tomar más por la liberación de dopamina (en inglés a esta sensación se le llama craving, que en castellano no tiene una traducción literal) y si no lo hacemos estamos más irritados y ansiosos». Además, este especialista añade que hay estudios que demuestran que personas que tienen menos actividad en la corteza prefrontal, («la parte que razona, que nos ayuda a resolver problemas analizando pros y contras», detalla Redolar), suelen ser más propensas a consumir productos calóricos. Lo desgrana: «Si te doy un donuts de chocolate y un yogur con fruta, se activa el núcleo accumbens, un mediador del proceso de recompensa, por el donuts. Pero también trabajará la corteza prefrontal, que nos ayudará a entender que a medio plazo es mejor el yogur; si aquí hay déficits nos lanzaremos a por el donuts».

La parte cognitiva está tan presente en el día a día a la hora de alimentarnos que hasta un antojo podría verse como un capricho cerebral. Que a una embarazada le apetezcan tomates o pepinillos cuando nunca había mostrado interés alguno en estos alimentos es más que una anécdota. «Esto se explica porque nuestro cuerpo, cuando tiene carencia de algún componente, nos lo demanda generando la apetencia de alimentos que lo incluyen». Esto no ocurre, al menos hasta que educamos el paladar, con el sabor amargo propio, por ejemplo, de las verduras. «La parte animal de nuestro cerebro te dice que el amargo es malo, a nivel evolutivo nos produce rechazo porque en el pasado estos sabores nos han matado. En cambio, tenemos una aceptación por el dulce porque nunca ha sido peligroso y nos han dotado de calorías que nos han permitido sobrevivir». La buena noticia es que el cerebro se puede educar y por eso es importante «educar a los niños desde pequeños en todo tipo de sabores y texturas; a un niño que no ha probado el pepino hasta los 12 años lo más probable es que no le guste, mientras que el que lo probó a los 4 años tendrá asimilados estos sabores porque forman parte de su rutina».