El combinado, un plato de batalla que aún da guerra

SABE BIEN

ALBERTO LÓPEZ

Los gallegos, aseguraba esta misma semana un estudio, nos hemos apuntado al plato único. En realidad, este nunca se había ido del todo. Aunque algo demodé en los últimos tiempos, su primo hermano, el plato combinado, lleva ya 80 años entre nosotros

30 sep 2019 . Actualizado a las 11:06 h.

«En una buena cafetería es bueno el plato combinado del día». Con tal ripio se promocionaba en la prensa, a toda plana, esta fórmula gastronómica a principios de los años setenta. Puede que la primera imagen que nos venga a la cabeza cuando tratemos de imaginar los comienzos del plato combinado en nuestro país sea la de un snack-bar con decoración que ahora llamaríamos vintage; una vidriera que da a la calle cubierta de fotografías amarillentas con las composiciones alimenticias más variopintas, una barra en la que un par de clientes apuran su café con el chupito y el pitillo mientras el sonido de una tragaperras de primera generación, al fondo, se mezcla con el del telediario. Y sobre el mantel, alguna de las elecciones posibles, reunidas en un solo plato: filete de carne o pescado, una hamburguesa, huevos fritos, salchichas, beicon, croquetas y ensalada. O tortilla, calamares a la romana, ensaladilla rusa y jamón de york, entre otras. Pero el combinado que hoy en día muchos asociamos a los primeros pasos de la España moderna y que aún sobrevive en medio de esa estética en no pocos locales gallegos tiene unos orígenes algo más remotos: la guerra civil española, con la picaresca que imponía la necesidad en un país que se había quedado a dos velas; y más adelante, un momento de expansión general, la década de los sesenta con su masiva llegada de turistas extranjeros y el inquieto Manuel Fraga Iribarne a los mandos del ministerio de turno. Hasta llegar al trendy Buddha Bowl -«todo lo que quepa en un cuenco, como hacía Buda»- del que nos hablan los gastrocuentistas actuales, y que podría calificarse como la reinterpretación millennial del venerable plato combinado, hay todo un viaje en el tiempo.

Pongámonos en situación: estamos en 1936, en la zona nacional, la carestía es generalizada, pero hace especialmente mella en el capítulo de la alimentación. A las autoridades se les ocurre entonces instaurar el llamado Día del Plato Único, que estaría vigente hasta el año 42 con aplicación en dos fechas al mes y todos los viernes. En las casas de comidas, hoteles o pensiones solo podía servirse un plato y un postre, y el dinero que el negocio se ahorraba con el otro plato que no se servía debía entregarlo a la beneficencia. «La sopa y el caldo podrán tomarse además del plato único pero no el postre», matizaba la disposición gubernativa. En realidad, era un brindis al sol, porque en la práctica en todas las casas ya se comía, con suerte, el plato único y la cartilla de racionamiento sustituía a la lista de la compra. En los comienzos de esta medida, tal y como puede comprobarse en la prensa de la época, eran frecuentes los llamados banquetes del Día del Plato Único en restaurantes gallegos de postín, como el Fornos coruñés, o el Atlantic, con los que los más pudientes o quienes querían mostrar abiertamente su posición política contribuían de forma pública a la causa.

Así que ya tenemos la fórmula perfecta para hacer bueno el dicho de que cuando se hace una ley se hace una trampa. En este caso, cae de cajón: se ponía en un único plato todo aquello que el resto de los días se servía en dos. A la hora de pagar, ya se haría un arreglillo. La exigencia de las juntas locales, que pedían que no solo fuese un plato sino que también se restringiese la cantidad de este, se observaba de forma laxa con frecuencia, pese a que en los periódicos el gobernador civil del momento recordaba que «cualquier ocultación o infracción de estas normas será severa e inflexiblemente castigada» (La Voz de Galicia, 13 de noviembre del 36).

El turismo

Pero el gran impulso del plato combinado, tal y como lo recordamos en la actualidad, fue a mediados de los sesenta, cuando la gran apuesta por el turismo hizo que empezaran a visitarnos más de diez millones de extranjeros al año y el Gobierno creyó necesario regular los menús y los precios de restaurantes y cafeterías, obligando a los establecimientos a ofrecer diversos platos combinados, entre ellos el denominado turístico: ochenta gramos, aproximadamente, de pan, un postre o café y un cuarto litro de vino común [...], cerveza, leche o cualquier clase de refresco» con precios entre las 32 y las 35 pesetas en función de la categoría del local. Se trataba, además de establecer una profesionalización del sector hostelero, de dar una imagen moderna del país; al menos para los cánones de la época. La denominación de plato combinado ya llevaba tiempo sonando en la Europa más desarrollada y aparece por primera vez en las páginas de La Voz de Galicia en 1960 en la crónica de un viaje a Alemania, con primera escala en Burgos, de una periodista gallega: «Estaban en la hostería tres muchachas que debían ser azafatas, porque eran muy guapas y tenían ese estilo desenvuelto y poseído de la mujer joven que trabaja. Pidieron un plato combinado, que era un pedazo de carne con huevo frito y otras frituras. Nos estamos americanizando». Tal que así rezaba su crónica. Y la americanización llegó. A mediados de los setenta, la cadena Hut se implantó en Galicia, anunciando platos combinados con pan, postre y cerveza por 100 pesetas. Locales como los Gasthof, que iniciaron su recorrido en A Coruña, o el mítico Galeón de Santiago, que tantos estómagos de estudiantes universitarios llenó, forman parte de esta evolución gastronómica que ahora se encuentra en la etapa de los gastrobares, con sus menús de diseño que no pocas veces son combinados en plato cuadrado.